En la galería de personajes de ficción que nos acompaña hasta ahora, destaca con nitidez impresionante un ser que tenía el nombre de Quevedo. No el urticante autor español, el burlador eximio, sino un ser ribereño de armas tomar que adoptó el apellido del escritor y poeta. Adoptó el prestigio venido de lejos como una expropiación de la literatura escrita, un despojo legal del aislamiento de las bibliotecas, y se echó a correr distintas e hilarantes aventuras en los caminos de los bosques, en los itinerarios de los tantos ríos, en la vida de las aldeas y ciudades de la fronda, en los combates del orgullo y del amor y en las oposiciones a los que disfrutaban del poder, cualquier tipo de poder. 

En todos esos lances destacaba su ingenio despierto y vivaz, su uso y abuso del humor y de la burla, su habilidad para deshacer entuertos. Era como un retrato hablado de cualquier vecino que se respetara, de cualquier campesino conocido que podía jactarse de sus logros y hazañas. Surgió como un símbolo de la lucha por la existencia, de la capacidad de enfrentar las adversidades y de la urgencia de obtener visibles victorias. El personaje era popular entre los panguaninos y parecía habitar en cada casa y en cada evento de la misma vida diaria. Y, además, cada quien podía tener su propia versión de hechos o episodios protagonizados por él. Es decir, ese Quevedo podía ser recreado, reinventado. Era, pues, una fuente que espoleaba la desatada imaginación de los moradores de esa aldea.

Eran los tiempos de la niñez en Panguana y ese ser surgió de la inventiva oral de don Miguel Flores. El aludido era un anciano ya, se había divorciado de su mujer de quien hablaba pestes y era padre de la tía Rita. Nada le distinguía entre los demás orilleros, pero era una memoria de fábulas, un surtido de historias, un compendio de cuentos, que brotaban de sus labios en ciertas ocasiones. Nadie le había elegido, pero oficialmente era el hablador o el cuentero de esa aldea. Era normal encontrarle contando como un rito verbal, rodeado de gentes fascinadas por los episodios que surgían sin descanso. En una de las tantas mingas que hacía mi madre surgió ese ser como por descuido y desde entonces llamó poderosamente mi atención.

Porque desde un inicio me pareció un ser vivo, un personaje de carne y hueso. Era imposible que fuera un exceso de la ficción, un invento verbal. Existía realmente en algún lugar desde donde salía a ejecutar sus divertidas hazañas. Era como si le conociera desde antes y que en algún momento le iba a encontrar en cualquier parte. Lo mismo me ocurría con Dimas de la Tijereta, ser sin olvido que había encontrado en una de las suculentas tradiciones de don Ricardo Palma. Entonces me era imposible separar la realidad de la ficción, la literatura de la vida. Ese desvío o desvarío me acompaña hasta el presente. Ese Quevedo andariego, aventurero, siempre vencedor gracias a sus destrezas verbales y físicas, se convirtió en un acompañante o un aliado de mi vida infantil. Cuando más tarde leí a don Francisco Quevedo y Villegas quedé asombrado ante la sorprendente relación que había entre ambos personajes. 

¿Cómo aconteció semejante mutación, cómo ese brillante autor migró desde el silencio de las páginas escritas hacia el imaginario de los habladores y cuenteros selváticos? ¿Quién difundió el mordaz ingenio del autor español entre los moradores de los pagos selváticos? No tengo hasta ahora una respuesta cabal y definitiva. Es posible que el citado escritor tocó una fibra muy sensible de los ribereños que se sintieron identificados con la picardía, la viveza, la destreza verbal, de ese abuelo instantáneo de todo incendiario. En el fondo de esa adopción late y vibra el hervor de la reivindicación agraria y campesina, las ganas de vencer o derrotar los sinsabores de las injusticias y las catástrofes de entonces y de todavía. 

El persistente recuerdo de ese personaje oral me acompaña hasta ahora, sumado a otros seres de las letras orales o redactadas. En todo lo que escribo vive y vibra como un modelo de ingenio y de destreza, de burla provechosa y escarnio contra los males circundantes. Es como una presencia dominante que ronda las páginas y las historias. Desde antes, desde mis primeros lances escritos, ese ser inolvidable fue una fuente de inspiración.