El descomunal ambiente de parranda permanente que atraviesa Iquitos de lunes a domingo, con sus ágiles salseros, sus incansables cumbiamberos, sus hábiles pandilleros, es un desperdicio cívico, una fatal pérdida de tiempo y de energías. La simple diversión, la frecuentada fuga, puede cambiar de destino y convertirse en un alud cívico, un tumulto de ganancias tangibles. Los bailongos masivos pueden, por ejemplo, participar en la definitiva derrota del nefasto último lugar en comprensión de lectura. No es broma. La diversión populosa, con sus amanecidas y otros excesos, participaría decididamente en beneficio de la difusión del libro, del fomento de la surtida biblioteca, como ya ocurrió hace décadas en la urbe llanera.

El hecho de mover el esqueleto en tronantes y licoreras salas, en estrechos ambientes a media luz, tiene su historia en Iquitos. La primera noticia de alboroto fiestero ocurrió cuando los oriundos, que tenían una pasión desbordada por los viajes, una preferencia obsesiva por los cortos o largos itinerarios, armaban un bullicio sin precedentes golpeando cercos, muebles, batanes, ollas y otros objetos domésticos. Era una ruidosa celebración de la aventura que estallaba repentinamente causando, como era natural, molestias, maldiciones, ganas de matar, entre los vecinos que no tenían arte ni parte en semejante fandango. Es muy posible que el arribo de los barcos comprados por don Ramón Castilla acabó con los sonoros habitantes de entonces, pero no con la parranda.

En el Iquitos de 1926 la fiesta era tan brava como siempre. El ambiente luminoso, la influencia de un clima de ardores, el ánimo dispuesto para las celebraciones, el aburrimiento y las urgencias de no pensar en nada, fecundaban locales dedicados a la parranda. En ese tiempo la cosa era menos aplastante y no existía ese abusivo feriado interminable de jueves a domingo, ninguna empresa celebraba un feriado supuestamente dedicado a la amistad cuando en verdad incentiva a beber y no había en la mañana de los lunes esos carteles o avisos anunciando las jaranas inmediatas, los jolgorios a la vuelta de la esquina. La diversión era más sana, probablemente. Y más rentable. Tanto que un bello día, el 10 de noviembre del año citado, la habitual fiesta usó sus impulsos rítmicos, sus movimientos sinuosos, sus brindis al por mayor, sus escenas de amor, para vincularse con la lectura.

El nefasto último lugar en comprensión de texto no existiría ahora si la parranda populosa hubiera continuado poniendo su grano de arena a favor del libro. En ese tiempo había en Iquitos un preocupado colectivo formado por profesores y padres de familia que sintieron la urgencia de difundir la lectura entre los estudiantes de esa época. No había censos o mediciones o pruebas que hablaran reiteradas veces de la cola en lectura, pero existía la creencia de que el libro era importante para evitar la burrería. Así que el colectivo, después de analizar las posibilidades ciertas de sacar dinero, de aumentar la liquidez, descartó los óvolos, los circos, las tómbolas y eligió a la parranda como motor del progreso cultural. La puntada era con hilo, pues el que menos tiraba su ritmo, movía el cacharro y el esqueleto. 

Entonces apareció la Fiesta del Libro. No se trataba de una metáfora para referirse a ferias, ventas o jornada de lectura, sino a una parranda libresca de rompe y raja. El sueño de los promotores de tan asombrosa celebración era fomentar bien surtidas y bien provistas bibliotecas escolares como un incentivo para que los estudiantes leyeran en vez de mataperrear, jugar barajas, engendrar o hasta chupar en las tabernas. En ese tiempo no existía la mediocre vertiente de literatura infantil, ni proliferaban escritos acojudados y moralistas de autores malos que lucraban con la cola en lectura en el Perú, y los fiesteros de entonces, para entrar al local del bailongo, tenían que entregar un libro, ya sea de ellos o del vecino. Los que no tenían en casa ninguna obra, debido a la ligereza de prestar a los conocidos y amigos, podían entregar dinero equivalente al costo del ejemplar. Los que no tenían ni libros ni dinero debían renunciar a divertirse en tan basada celebración. 

La parranda de ese día perdido evolucionó entre títulos, autores y promesas de lectura. El libro entró a la parranda, se difundió entre los fiesteros. Es lamentable que ninguna memoria conservó ese hecho inédito. Porque hoy otro sería el cantar en la difusión del libro y el inmenso bailongo que es Iquitos contribuiría a la lectura y hasta sería posible que los parranderos, con el libro a la mano, deshojando páginas, interpretando textos, conversando con otros sobre mensajes de los autores, entren al ruedo del fandango, sigan el ritmo de la orquesta, muevan los esqueletos hasta el límite, aúllen como extraviados, salten hasta cerca del techo, se acuclillen como si fueran a hacer esforzadas ranas en el estanque.