Suelo dar largos paseos en las mañanas luego de leer las lecturas pendientes y acumuladas. Me despeja y ayuda a enderezar las ideas cuando camino. En esos recorridos me pierdo por el barrio de Lavapiés donde fácilmente de puedes perder en sus calles. Es una babel de lenguas y culturas. Hay carteles que anuncian fiestas brasileñas o africanas o de cantantes de diferentes países del mundo que están de gira. Me encantan los grafitis con los que amanecen en las paredes. Así me enteré de un grupo musical de cumbia amazónica que estuvo en una de las salas muy cerca del trastero que hemos alquilado – los libros en el Olmo han acaparado mucho espacio. F solo me mira y cuando puede me cae un reproche y razón no le falta. Pero creo que está resignada con la entrada de libros. Son los patas con los que más hablo durante el día. En esos largos paseos escucho porque la gente habla muy alto o gritan por el móvil que los que estamos cerca de ellos tenemos que enterarnos a la fuerza lo que dice – a veces, tengo la impresión, puede equivocarme, que ellos o ellas hablan solos y que el móvil es un buen artilugio para decir que está hablando con alguien. Cuando caminaba escuchaba gritos, pensé que se dirigían a mí pero no, era una discusión a cara de perro por el celular. Por lo general hablan o se quejan de la situación laboral, casi en un noventa por ciento – es la enfermedad contemporánea, la del trabajo pésimamente remunerado y de las horas extras que no se pagan, de la precariedad laboral en su vasta extensión, del jefe prepotente que está detrás de ellos y no les deja respirar o del compañero o compañera que se escaquea del laburo, del curro que está pensando cambiar, de estar pendiente de una llamada de su hijo o hija que vive fuera al otro lado del charco y que le reclama el envío mensual. Este paisanaje ha cambiado mucho, muchísimo, en estos años. La aparición del móvil lo ha cambiado todo. Las calles eran más silenciosas, salvo el sempiterno ruido urbanita.  

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