En la variada galería de seres que poblaban el imaginario de hombres y mujeres de Panguana había un personaje singular e inquietante.  El citado parecía de otro establo o corral, porque era el reverso de la destreza, la picardía y el estro victorioso de los otros seres de la ficción oral. Era como una rotunda negación y ganó presencia colectiva, convirtiéndose en el favorito de las labores campestres, las reuniones caseras, las citas dominicales y otros encuentros rurales.  Convocado en cualquier instante, en el momento menos pensado, aparecía como el abanderado de la estupidez.    

Semejante ser se llamaba Rabello, no mostraba definidos rasgos físicos, no tenía ocupación segura y conocida y podía estar en cualquier parte. En sus andanzas, en sus hechos y sucesos, en sus actos y ocurrencias, era un campeón del bochorno, de la metida de trompa y de patas, de la conducta ridícula.  Y sus actos fallidos, sus palabras bobas, sus ridiculeces al por mayor, desataban las risas o las carcajadas.  El hombre era un hazmerreír privado y público, alcanzó la fama   en la aldea y auspició la diversión, la burla o el insulto puntual. ¿Cómo nació ese personaje oral en medio de sembríos y de cosechas, de mermas y crecientes? ¿Quién le inventó por primera vez y le soltó para que viviera en Panguana y otros caseríos?

Yo, como en otras ocasiones ante los personajes orales o escritos, pensé que ese tonto al cuadrado era un ser vivo, vigente. No podía aceptar que fuera un invento de la fabulación aldeana o rural, una recreación de los cuenteros o habladores del campo. No podía dejar de imaginar que le iba a encontrar en cualquier parte.  Hasta ese momento yo no había tenido una noticia evidente de la tontería humana. Ningún vecino o morador me parecía tonto y el tal Rabello era un compendio de necedad. Era entonces posible que alguien acaparara la ridiculez como emisión de conducta habitual ¿Cómo no iba a seducirme, fascinarme? 

 

Desde entonces el rural Rabello, el tonto del campo, anduvo conmigo como metáfora o símbolo de los necios que iba encontrando en la vida. Mi fiesta privada no tuvo freno cuando descubrí a autores que conviertieron a la estupidez en tema central. La figura del tonto y del necio ocupan buena parte de la literatura escrita, y el trono se la lleva Jhonatan Swiff con su espléndido Los viajes de Guliver. Desde luego, a o largo de estos años de escritura he tratado de crear una figura de tonto, basado en ese personaje oral de mi infancia. Los resultados no han sido tan halagueños. Lo evidente, lo fácil, sería repetir las tonterías de ese personaje. Lo arduo es crear a partir de ese ser de fábula. Hasta el momento he logrado perfilar a Rabello en mi novela La comedia de las armas. 

 

No encontré otra manera de describir a un senderista necio y rídiculo, a un supuesto literato o crítico que apareció de improviso en Iquitos. El enconado sujeto, que se empecinaba en encumbrar a mediocres y en agredir a los mejores, que escribía o decía estupideces sobre autores y libros, resultó así retratado con apellido propio. Pero esa estampa burlesca no agotó al personaje oral. Y Rabello, y su surtido de ridiculeces, su catastro de necedades, sigue vivo y vigente, asediando mi imaginación como un reto imposible de esquivar.