680aAquel niño (conocido ahora por un simples iniciales C.A.R) tenía 12 años. Sus vecinos del Pasaje Cuba, en el asentamiento humano Alejandro Toledo (parte del llamado cinturón de pobreza de la ciudad de Iquitos), decían que tenía buen carácter. Era tímido, pero un brillo de alegría y entusiasmo se reflejaba en sus ojos. Estaba empezando a descubrir el mundo, a descubrirse a sí mismo.

Aquel niño, como todos, empieza a mirar cosas. Y los observa en un contexto en el cual su madre ha decidido empezar otra relación, al margen de su padre biológico (que estaba alejado); en medio de un mundo de estrecheces económicas que lo apretaban cotidianamente.

Ese niño empezó a congeniar, a darse cuenta de sus intereses propios, humanos y naturales. Y esos deseos eran probablemente odiosos o suficiente excusa para que sus compañeros del colegio Petronila Perea, del distrito de Punchana, lo acosaran y agredieran constantemente.

Decían que era «chivo», «maricón», «rosquete». Su temperamento pacífico y delicado les era una emocionante invitación a la agresión. Niños como otros, como cualquiera, moldeados por una sociedad violenta, que enseña a ser hostil con el homosexual, a odiar al débil, a tomar las armas del insulto, el manoseo o el puñetazo contra el que se considera marginal.

Pero aquel niño, aún así, contra todos esos ataques, tenía sus sueños. Y estaba en esa etapa en que los cambios son tan rápidos que uno apenas puede procesarlo. Lo natural, sin embargo, estaba siendo combatido desde el exterior. No solo por el entorno. No solo en el colegio. En su propia familia, también.

Su madre, una mujer sencilla, culposa, estaba aquel día en el mercado cercano. Tenía el vago recuerdo (o quizás no), de los días anteriores. Su cónyuge, Eder Reátegui, había resondrado violentamente al hijo político. Lo había encontrado conversando y acompañado de dos chicos, mayores, a quienes todos en el barrio conocían como «chivitas». Homosexuales, para más señas. El horror en carne viva para la gente conservadora e intolerante.

El padrastro le había increpado. No tenía temor, en verdad. Estaba aterrado que el chico que vivía en su casa pudiera siquiera ser tildado como homosexual. Era algo que no podía soportar. No podía seguir «en malas compañías».

Dicen que le pegó. Dicen que su madre calló y no dijo nada, aunque en el fondo sabía que eso, es decir la agresión, no estaba bien. Lo cierto es que el niño a quien todos tildaban de «cabro» en el colegio, de quien su padre ya dudaba, esa tarde, terminó con el cabello rapado. «Pelacho», como dirían en la Amazonía peruana. Su símbolo de purificación, un recordatorio de que si seguías por ese camino, se le iba a marcar con el símbolo de la virilidad.

Nada de cabello. Eso es para la mujercitas. Nada de actitudes suaves. Nada de andar con porquerías humanas que nacieron hombres y hablaban de que les gustaban también los hombres.

El niño entró en depresión. Lo odiaban en su colegio. Lo odiaba su padrastro. Su padre biológico ausente. Su madre, callando ante la agresión. El, encerrado en casa, sin poder ver a sus amigos. Con sentimiento de culpa.

Y, a veces, esa frustración y sensación de desolación, genera una idea, trágica y definitva.

Buscó un papel y un lapicero y escribió una nota.

“Odio a mi padre, por culpa de él me estoy matando. Gracias”.

Inmediatamente buscó una pretina, soga gruesa con que ataba su hamaca. Seguró pensó en la humillación, o quizás no. Quizás solo pensó que era demasiado dolor. Verse sin el cabello era la señal que nunca nada podría a ser mejor. Y simplemente lo hizo.

Se subió. Buscó una base sólida. Amarró la pretina de un modo tan cuidadoso que no hubiese posibilidad de fallo. Pensó rápidamente. Algo de tristeza supongo habrá tenido en ese preciso instante. Pavor, supongo. Tomó impulsó. Se dejó ir.

Cuando su madre llegó del mercado, avisada, de la noticia, vio con estupefacción que las cosas habían terminando mal. Le dio primeros auxilios en el motocarro que lo llevaba al hospital. Imploró para que su hijo no se muera en el carro del Serenazgo que los auxilió. Pidio a Dios, seguramente, para que le hiciera el milagro ¿Habrá pedido una segunda oportunidad para hacer las cosas mejor?

Ya era tarde.

A los 10 minutos de haber ingresado a área de trauma shock, el niño fue declarado oficialmente muerto. Los resultados del examen médico legal indicaron asfixia.

La madre no pudo contener el dolor. La crisis de culpa era brutal.

El padrastro, en shock, solo atinó a balbucear, mientras los periodistas lo rodeaban: “no sabía qué hacer con un hijo homosexual”.

Una triste historia de ignorancia, intolerancia y homofobia. Una triste y común historia más, para engrosar las estadísticas.

Una trágica historia que seguimos viendo pasar, en medio de tanto miedo, callada aversión y nefasto silencio cómplice.

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