La vida en la floresta cambió desde la aparición de esos largos tubos negros, muchos estaban arracimados en las calles del fondeadero, era una muestra gráfica de lo que vivía la ciudad. La cittá se transformaba a pasos agigantados ante la indiferencia de la gente que andaba ocupada en sus oficios y artes. Se estaba cocinando otra ciudad, una ciudad boom en toda regla que sería el refugio de los muchos desheredados del bosque. Todavía no habíamos exorcizado los fantasmas de la shiringa ya entrábamos en la orgía del petróleo. Por esos años setenta, Mario Vargas Llosa escribe «Pantaleón y las visitadoras» (1973), de esas visitadoras se hablaba muchos en los campos petroleros, aunque en la literatura amazónica no era nada nuevo este tema; recordemos que José Eutasio Rivera ya narra ese pelotón de prostitutas en pleno auge cauchero.  El mérito de Vargas Llosa fue hacer esta sátira tropical en pleno régimen militar del General Velasco. De los trabajadores del petróleo se hablaba mucho. Ganaban muy bien para el promedio de los salarios de entonces y también hay que resaltar la manera grotesca de dilapidar lo que ganaban: en mujeres (los juicios por alimentos se multiplicaron), fiestas, borracheras y gastos excéntricos. La popularidad de ellos estaba en alza que le compusieron una cumbia «La danza del petrolero», Los Mirlos fueron los responsables de este himno tropical, de «donde brota el oro negro». Algunos de los trabajadores del petróleo pasada la bonanza económica terminaron haciendo de conductores de motocarros después, era la resaca o triste epílogo de esta economía cíclica del boom ¿Habrá pasado lo mismo con el fulgor cauchero? Este es el bucle que está inmerso a cidade que no salimos de esos embrollos extractivistas. Pero cada día que pasa vivimos la otra fase de este boom.

 

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