Cuando el grave y serio Tribunal de la Patria de la Culata concedió libertad plena al acusado Abimael Guzmán, este chilló en todos los tonos de la histeria, amenazó con sacar de la manga a sus efectivos fantasmales, exigió a su abogado que le salvara con una acción de amparo para que no sal0iera volando a ganar el pan y los arroces con el sudor de su frente. Es decir, no quería aparentemente ponerse a trabajar en vez de vivir de gorra y gastando plata mal habida. ¿Dónde estaba su moral de pelador por algo mejor, ´dónde quedaba su ética de dinamitero? Pero en verdad la cuarta espada, del naipe pendenciero, no quería dejar la cadena perpetua y pidió que al final de su condena le dieran una semana más con su feriado largo.

Cuando los cautos pero firmes tombos de la seguridad judicial emplearon la fuerza para sacarle a la calle, el violentista se arrodilló y se arrastró como hizo ante el ingeniero y el doctor. Era una vergüenza para el género humano que tanta furia, tanta frase matadora, acabar con esa humillación. En el Perú la mayoría de próceres no soportan el más mínimo análisis.   Sucedió que el incendiario estaba así porque no quería cumplir con la orden judicial de desempeñarse como presidente vitalicio de la aldea de Lucanamarca. Eso era lo único que podía desempeñar de acuerdo a sus méritos indudables.

Los graves y serios jueces ofrecieron a Abimael Guzmán como líder de esa comunidad para calmar sus ánimos enardecidos. . Los hombres y mujeres que habían venido a buscarle desde andina distancia, solo querían tenerle un tiempo con ellos y ellas. No querían venganza. Querían que les demostrara en el terreno de los hechos si podía gobernar sabiamente ese sitio como habían hecho sus autoridades ancestrales. Lo que ocurrió después es episodio que en verdad no interesa a nadie, menos a los justos jueces culatistas.