Que tal muchacho tiene un padre medio malandrín, que tal joven es muy chato, que tal mozalbete ni siquiera es trigueño sino tirando para oscuro. Es decir, una discriminación donde se mezcla el color de la piel, la condición económica y hasta el barrio donde vive el susodicho.

A manera de broma y un poco con el pensamiento que el tiempo nunca avanza lancé una pregunta despiadada a un amigo que no se cansaba de alabar al músico de «Trance» en los tiempos en que en «La parranda» mucha gente se divertía no sólo con el ritmo sino con las infidelidades propias y ajenas: ¿dejarías que tu hijo se dedique a la música? E inclusive una más despiadada y atrevida: ¿dejarías que tu hija se case con un cantante? El interlocutor respondió como lo habría hecho yo mismo en otras circunstancias: de ninguna manera. Y eso me lleva a otra pregunta más provocadora, despiadada y atrevida: ¿podemos decidir de quién se enamora nuestra hija?

A todos -los que tenemos hijos, se supone- nos llegará. Sin duda. Pero si a veces no podemos mandar ni siquiera en nuestros enamoramientos, no veo cómo sea posible que lo hagamos en los de nuestros hijos, que -valgan verdades- cuando llegan a determinada edad ya no son nuestros sino únicamente de su tiempo. Y todos -por lo menos los que me rodean y más- de alguna forma quieren seleccionar no solo a los enamorados sino hasta los amigos de los hijos e hijas. Eso ya es un despropósito. Que tal muchacho tiene un padre medio malandrín, que tal joven es muy chato, que tal mozalbete ni siquiera es trigueño sino tirando para oscuro. Es decir, una discriminación donde se mezcla el color de la piel, la condición económica y hasta el barrio donde vive el susodicho. Y en esa selección prejuiciosa saltan todas las taras y traumas de nosotros, los padres. Y, claro, creemos con justa razón, que los que se acerquen a las que procreamos terminarán haciendo con las nuestras lo que en un tiempo hicimos con aquellas. Eso explica en parte nuestras inseguridades para con los que creemos nuestros.

Con tantas cosas que veo y compruebo he llegado a la conclusión que no hay que alejarse tanto –de las hijas- que se enfríe ni acercarse demasiado que se caliente. Y no es necesario repetir con nuestros hijos los que alguna vez quisieron hacer con nosotros: escoger a nuestras parejas. Sea músico, vagabundo, ingeniero, diplomático, periodista o la profesión que abrace la primera –aunque no la única- es que haga feliz a la que nos hizo feliz con su llegada. Tanto quien estas líneas escribe como el lector tendrá en su mente los cientos de casos de profesionales que solo han llevado calvario a los descendientes. Hay que orientar, sin duda. Pero no determinar. Porque en las cosas del amor (enamoramiento) nada está escrito y mal haríamos en meternos en los de otros cuando ni los nuestros están resueltos. Digo, en este mes del amor.