Por: Gerald Rodríguez. N

 

¿Cuánto de cholo podemos soportar ser?, y más aún, ¿cuánto de indígena podemos aparentar no ser? A veces me sigo preguntando ¿qué es el Perú? Porque parece que este país es un país que no escucha, y tampoco se escucha, no presta atención a sus propios problemas, tampoco parece interesarlo. El Perú es un país que ignora el sentido común, un país que ha perdido la empatía consigo mismo; es un país de consumidores, no de ciudadanos; es un país que reniega de su “mancha” indígena, chola. El Perú es un desgarro, una fractura; el Perú es un país de desconexión; es un país de que reniega de su raíz, que reniega de su origen indígena. El Perú es una guerra, una guerra interior. Y son pocas las voces, los escritos, los libros, los locos que creemos que lanzando un mensaje podemos cambiar en algo esta realidad. Lanzamos la botella con el mensaje al mar, ¿quién cambia por lo que se dice, se reclama, se denuncia, o por lo que le han muerto?

En el Perú el peruano es menos feliz, menos productivo porque es más adicto a la tecnología, al racismo y al olvido. Y es que a pesar que nuestra identidad siempre permanece en el candelero ¿cuándo nos negamos no somos menos que cuando nos aceptamos a escondidas, porque vivimos en nuestra sangre las costumbres que rechazamos? Aunque en los últimos años se ha tratado de difundir la idea de lo multicultural como una solución a nuestra identidad, lo real es que los peruanos no aceptamos la cierta dosis de cholo que tenemos.

El periodista y escritor Marco Avilés, autor de dos libros “De dónde venimos los cholos” y “No soy tu cholo”, que han abordado directamente el tema de la discriminación racial en el Perú, nos abre la vena que desde que somos peruanos está abierta; en Las guerras del interior” Joseph Zárate nos habla de Edwin Chota y de su pelea con la tala ilegal en la comunidad amazónica de Saweto hasta que unos traficantes de madera lo asesinan a balazos. De Máxima Acuña, agricultora y pastora de los Andes de Cajamarca, que se resiste a abandonar la que considera su propiedad pese a la presencia del proyecto minero Conga, que busca extraer oro en los mismos linderos. Y de Osman Cuñachí, de once años, que aparece bañado en petróleo en una foto que recorre el mundo y da cuenta del derrame que contaminó la comunidad de Nazareth y el río donde los awajún nadaban y pescaban. En esta estas tres tristes historias se refleja nuestra triste realidad, y de la cual somos algunas veces indiferentes. Pero son estos dos libros nuestra definición de peruano que somos, que además de leerlo, es lo que debe acercamos al cambio.

En el Perú nos encanta decir que somos un país variado, diverso, pero nos cuesta definir esa variedad cuando hablamos de nosotros mismos, de lo peruano que somos. Sabemos que tenemos una comida y una geografía variada, una sangre variada, una historia diversa, pero cuando hablamos del “peruano” de nosotros, nos aplastan nuestros propios mitos, nuestro mismo engaño de siempre: Todos somos cholos, Somos un país andino, Soy blanco y puro, si al final sabemos que no somos nada más que eso, una mentirosa identidad, una identidad de nombre y de puro lujo intelectual, para no quedar mal con nadie, porque así soy más bacán, más peruano, más uno mismo, más cholo de boca, menos cholo de frente.