Después de lo ocurrido en los trágicos sucesos de Putumayo, la literatura de la floresta no puede ser la misma. Es el árbol o la rama torcida del bosque. No se puede seguir cantando y contando inocentemente (con ingenuidad y deleite inútil) a los ríos, a la naturaleza, a los pájaros. Hay que sacudirse. Hay máculas de sangre sobre el escenario, en las ramas de los árboles, en los cogollos de las plantas. Ayer fue el caucho, hoy es la contaminación petrolera de ríos y quebradas, y la invisibilización de estos agravios a integrantes de pueblos indígenas. Del saqueo de la biodiversidad. Del maltrato animal. De la amnesia colectiva por lo ocurrido en estos montes. De etnografías colonizadoras. De la falta del compromiso político con esta región, con este gran ecosistema frágil. Con este inventario de males la manera de contar las historias debe ser otra. No hay que ser complacientes. Por eso la literatura hay que hacerla desde los márgenes. Si bien es cierto que hay una tendencia a pintar la aldea a la manera carpetovetónica, llenando de tunchis, hechiceros y otros seres de la cocha, pero, hay que recrearlos y replicar las ideas hegemónicas, que son muchas, de los viajeros de paso (advertencia, hay pocas viajeras, seguro que hubieran contado de otra manera al marjal), no caer en el juego servicial y paralizante de pintar aldeas pacíficas o llenar de monstruos la maraña. Es obligado husmear el otro lado de la luna o meter el dedo en el ventilador. Requiere de otra sensibilidad, de otra gramática emocional (los y las que vivimos en el cenagal tenemos otra gramática y hay que aprovecharla). Escuchar el croar de las ranas del estanque. Ser conscientes de las tradiciones oral y escrita en la que estamos envueltos, domeñar mitos y reinventar a los dueños del monte. Es una tarea hercúlea pero hay que hacerla.

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