ESCRIBE: Percy Vílchez Vela

La excesiva glotonería, el feroz ímpetu tragón, acaba de envilecer al mediocre Congreso actual. En vez de renunciar a sus gollerías monetarias, a sus ganancias entre las sombras y otras prebendas, los parlamentarios de pacotilla han decidido halagar y homenajear a sus sedientos paladares, llenar hasta el hartazgo a sus panzas. En sus desatados afanes de masticar y digerir en medio de los curules mandaron al tacho la intensidad de las protestas contra ellos y ellas. Se hicieron los locos en medio de los aderezos, las carnes condimentadas y los postres del costoso menú pagado con dinero de todos los peruanos. En medio del vergonzante banquete destacó una comensal de armas tomar y de destacadas papilas gustativas que soltó la divisa gastronómica de los escaños deplorables.

La más glotona de los curules, la más tragona de ese recinto, se llama Patricia Chirinos. Ella pertenece a la falange cavernaria de la recalcitrante y bruta derecha, milita en las filas del corrupto partido fujimorista y no se contentó con llenar su capucha. Muy relajada de huesos y de lengua defendió a toda costa lo saboreado y despachado a mandíbula batiente, declarando a la prensa que hay que comer rico. Como si nada, como si tal cosa, justificó el gasto congresal para alimentar buches ávidos de parlamentarios ineptos e ineficaces. Comer rico, es entonces la divisa de esos representantes elegidos por error. No importa que tantos peruanos coman mal y hasta mueran por la falta del bocado diario.

Lo más censurable de la voraz panza de los congresistas es que se tuvo que incrementar escandalosamente el presupuesto culinario. Sin que se desatara ingún rubor el desayunó se disparó a 31 soles después de costar 4 soles. El abismo fue más notorio en general cuando el almuerzo dio un salto hacia los 80 soles abandonando su antiguo precio que era 16 soles. Con la suculenta cena ocurrió algo similar. El costo por cada panza congresal supera toda tolerancia, y es gratis gracias al cuento de las jornadas de trabajo. De esa manera convertirse en parlamentario tiene un nuevo atractivo que es comer bien como dijo la congresista referida.

El presidente del Congreso dejó a un lado sus platos servidos, su salsa en la mesa y su postre servido al vuelo y trató de salir al paso declarando que el caro menú era servido pocas veces. Pero la población no aceptó esa descarriada explicación e incrementó su protesta contra esos glotones y tragones representantes de sí mismos. En el colmo del cinismo, un congresista trató de poner paños fríos pidiendo que se volviera al precio anterior para que los congresales siguieran comiendo gratis como si no tuvieran altos sueldos y otros pagos impresionantes. El caso del desatado buche de los congresionantes es más importante de lo que parece.

El reciente escándalo gastronómico revela el abuso del ejercicio del poder. Revela esa costumbre de gastar en comilonas reiteradas, esas tragonerías escandalosas, que son prácticas normales. Nadie se preocupa por saber la suma que se gasta mensualmente en contentar a la panza en todo el país. Comer bien es una costumbre vinculada al poder y es una inversión sin retorno ni control. Una buena medida sería prohibir las comilonas palaciegas en nombre de la austeridad o del gasto en rubros importantes. Las panzas de los que se mueven en las esferas de poder tendrían entonces que buscar huariques, pollerías y restaurantes y pagar lo consumido con sus dineros y no con plata ajena.