[A Goyita, la esposa del motivo de éstas líneas].

En la familia el nombre que más se repite entre tíos, sobrinos y nietos es y será Antonio. Al menos eso creemos. Ese nombre es el equivalente al Aureliano de los Buendía que creó Gabo. Y los Vásquez tenemos –Dios nos coja confesados- mucho de Buendía y más de Gabo. No estoy bromeando. El abuelo Juan José fue sembrando hijos por la selva y en ella han florecido muchos. Uno de ellos es –uso el presente, a propósito- Antonio Vásquez Vásquez, conocido como “el capitán” por el grado que alcanzó en el Ejército peruano.

Ha sido uno de los tíos inolvidables de mi infancia. Porque era contemporáneo de uno de sus hijos y porque su método de repartir propinas estaba indemne al olvido y a los avatares de la devaluación. No caigamos en hipocresías: a los abuelos y tíos les queremos por las propinas y regalos con los que alegran nuestra existencia y, también, por las frases que pronuncian y las huellas que dejan sus acciones.

Antonio –desde que mi mente le recuerda, ya con uso de razón- era espigado, rostro adusto, andar indeclinable y de sus labios brotaban frases inolvidables. Un día –según mi entender, apelando al lenguaje juvenil que abusa de los prefijos- me atreví a saludarlo únicamente con “buenas”. Al instante me reprochó paternalmente. “A ver, ven hijito, qué es eso de buenas… buenas don cojudo, buenas don qué…buenos días tío Antonio será”. Esa frase bastó para eliminar ese modo y volver a lo antiguo. Sabia enseñanza. Era respetadísimo. Su condición de regidor la usaba para beneficio ciudadano. En sus paseos diarios por las calles encontraba basura en la calle e inmediatamente llamaba al jefe de “la baja policía” y pocos minutos pasaban para que esa basura sea recogida.

Ese capitán de capitanes, siendo dirigente del “Bolognesi” –aunque el equipo de sus amores siempre fue CNI-  me metió a la chamba de “recogebolas” con los que –junto a mi hermano Ángel- me ganaba algunas monedas para el pan nuestro de cada día. Y era una autoridad, como dice el himno albo, en el deporte y la instrucción. Su casa tenía una biblioteca y, además, un estudio. Donde él leía y escribía, condición que inculcó a sus hijos y –ya se ve- a algunos de sus sobrinos. Fue el que allanó el camino para que apareciera mi primer artículo en el diarismo iquiteño y quien entregó metódicamente todo su esfuerzo a vivir en armonía masónica entre sus semejantes y, por su vitalidad filosófica, se preparó para morir y pidió a los suyos que dejaran que su cuerpo comenzara a descomponerse mientras su alma iba a otra parte.

Siempre me ronda en la cabeza el poderlo definir en  pocas palabras. Y cada vez que por avatares de la vida me topo con su tumba y aparece en mi mente su rostro juvenil me hallo en la disyuntiva de nombrarlo en una palabra. Hoy, muchos años después de su muerte- lamento no haberlo dicho cuánto le agradezco por sus enseñanzas silenciosas, sus propinas millonarias y sus lecturas interminables. Y me atrevo a decir que una frase que mejor le define es: un ser humano. Antonio Vásquez Vásquez (Q.E.P.D.)