Fachadolid

ESCRIBE: Jaime Vásquez Valcárcel

Es muy difícil imaginar que en estas calles apacibles y donde el viento sopla con aroma a paz se hayan producido hechos sangrientos políticos años después de finalizada la guerra civil. No es fácil comprender cómo en estas calles donde la gente pugna por indicarte el lugar que buscas como turista errante se hayan producido balaceras criminales marcadas por el sesgo político. Se tiene que hacer un ejercicio complicado de comprensión para relacionar la evidente religiosidad de este pueblo con los ajetreos políticos delincuenciales post Franco. Pero ya estamos en Fachadolid, dicho más bien Valladolid, lugar donde descansan los restos mortales del R.P. Maurilio Bernardo Paniagua.

A Valladolid la conocen como fachadolid, me adelantó Miguel Donayre Pinedo cuando le encargué que separara los boletos de tren que nos llevaría al lugar donde Maurilio estudió la Secundaria y donde repentinamente encontró la muerte. Y el lugar no se borra de mi memoria y le puse como lugar de visita obligada luego que en anterior viaje el mismo Miguel me indicara que estábamos a poco más de 100 kilómetros. Pero ¿por qué fachadolid? Me seguía machacando en la cabeza.

Según algunas versiones en Palencia se leía hace algunos años un letrero aterrador: “Peligro, Fachas sueltos”. Pero esa advertencia no llegaba a Valladolid a pesar que estas tierras de Castilla y León, a pesar que se quemaban librerías. Eso de «Fachadolid» viene desde los años ochenta cuando en la revista «Interviú» apareció un artículo donde se mostraba los índices de una oleada de violencia propiciada por la extrema derecha. Los recortes periodísticos guardan los informes sobre los atentados contra el gobernador civil Román Ledesma y el cine Cervantes, se disparaban tiros en los bares. No solo eso sino que se extorsionaba y secuestraba y se colocaban explosivos en las sedes de los partidos políticos y sindicatos. Luego de un período terrible y en el que se acuñó aquello de Fachadolid llegó un jefe policial que puso fin a la época donde jóvenes muy acomodados –con el apoyo y ocultamiento de sus padres- sembraron el terror insensato. Y de eso no hace mucho. Eran los años últimos de la década del 70 y los primeros de los 80.

Tan solo bajar en la estación se nota que quienes la habitan son gente amable. Y en ese otoño de noviembre que llegamos nos espera un cielo nublado, una llovizna soportable y unas personas que sin diferencia de género se muestran atentas a cualquier pedido de ubicación. Porque, más allá de comprar algunos recuerdos y visitar los lugares históricos, nuestro destino es lanzar unas plegarias de agradecimiento hacia ese sacerdote agustino que en los años en que la violencia mataba en estas tierras él recorría los pueblos ribereños del Marañón y en el colegio y parroquia de Nauta primero, después en entidades similares en Iquitos y ya antes en Santa Rita de Castilla, predicaba la palabra de Dios y más que eso, intentaba vivir de acuerdo a esas enseñanzas y, mostrando las frases del santo de Hipona, tenía en la juventud su principal aliado. Era Maurilio Bernardo Paniagua, que fue enterrado en el Cementerio “El Carmen” en un mausoleo de la Orden que es el penúltimo choque clerical que me autopropino. Ya sabrán por qué.