En el veredicto de las cámaras mediáticas y de las fotografías fugaces, el rostro de Diego Armando Maradona luce demacrado, ojeroso,  como si hubiera abusado de una amanecida de tranca o de fandango o de sustancias intoxicantes. La desmejorada imagen del astro argentino quedará por mucho tiempo en las memorias dolidas de los peruanos, pues fue internado en una celda del penal San Jacinto, de Iquitos. Encerrado de por vida,  el preso no recibirá visitas, no hablará por celulares, no podrá chatear y no saldrá en las noches a cenar algo por allí.

La prisión vitalicia de Maradona, último entrenador de los quimbosos y dribleadores peloteros de la bicolor, es el castigo ejemplar que el señor Manuel Burga encontró para tratar de disimular el nuevo fracaso de ese país que cocina mejor. El equipo albo y bermejo  no ganó ni un solo punto jugando de local, con estadio vacío y sin cámaras fanáticas, pues el máximo organismo mundial de la de cuero proscribió a ese equipo y quiere desafiliarle en el término de la distancia. Lo peor del mejunje es que el Perú no pudo clasificar en la justa pasada cuando el mundial se realizó en la misma Lima.

El abogado de Maradona,  que luce también esa extraña estampa desgastada, como de varias amanecidas,  ha pedido que intervenga en el asunto el papa Francisco. Nadie sabe qué pasó para que la gloriosa selección  hiciera su peor campaña en toda su historia de derrotas. Nunca descendió tan bajo, pues ni siquiera metió  un soberbio gol en su propio arco,  como hace a menudo el gran Piqué. Fuentes fidedignas han confesado a este cronista que el error fue legalizar el consumo de la hierba como en el Uruguay. Cuentan que Maradona, quien volvió a las andadas,   hacía entrenar y jugar fumados a los bravos muchachos de la perulería.