Era el año 1984 de la era cristiana. Yo, contrariando a mi padres que veían en mi un abogado en potencia, había hecho malabares para quedarme en Iquitos mientras decidía qué carrera universitaria seguir. Uno de los pasatiempos juveniles era acudir todas las tardes a ver el entrenamiento de Colegio Nacional de Iquitos. Y, por supuesto, ir los domingos a la tribuna Norte para esperar los tiros libres magistrales de un tal “huevo” Adriazola, cuyos disparos con efecto hacía que cantemos el gol segundos antes que el árbitro diera la orden de disparar. Entre todos los jugadores que destacaban había un mediocampista que pasaba desapercibido pero era el encargado de quitar el balón al rival y entregar de la mejor manera posible al volante de creación. Era un volante de marca, de contención, digamos que poseía una prestancia que motivó el comentario más acertado de uno de los periodistas deportivos más destacados de esos años: Luis Barbarán Toullier, quien había dicho a través de las ondas de radio Eco que ese mediocampista iba a marcar la diferencia porque todas las jugadas del rival terminaban en sus pies y todas las jugadas del equipo albo comenzaban también en sus pies. Era Ernesto Guillén.


«Era un volante de marca, de contención, digamos que poseía una prestancia que motivó el comentario más acertado de uno de los periodistas deportivos más destacados de esos años: Luis Barbarán Toullier»


Desde ese comentario dicho a manera de confesión al también periodista Tito Rodríguez Linares -el mejor narrador de fútbol que ha conocido todo el Oriente peruano- comencé a ponerle cuidado al tal Guillén. Me hacía recordar a José Velásquez, ese jugador de la selección peruana que ponía orden entre sus compañeros y también entre los rivales. Ernesto se paraba en el medio campo y paraba el ataque rival. Una vez logrado su propósito entregaba el balón al volante de creación. Ése era su trabajo. Quitar la pelota y entregarla bien al compañero. Dicho así, suena sencillo. Pero requería un esfuerzo físico tremendo. Y ese desempeño sólo se lograba con entrenamiento diario. No era de aquellos que se empeñaba en hacerse notar pero su desempeño era notable. Brilló en el equipo albo. En una época donde CNI era protagonista del torneo y jugar de local implicaba ganar de todas maneras. La localía se respetaba porque había jugadores que la hacían respetar, una hinchada que tenía motivos suficientes para alentar y una directiva comandada por un señor de nombre Pepe Zanetti que daba todo por el equipo.

Ese año ir al estadio era un ejercicio positivo de autoestima. Jugábamos a ganar, disculpen el plural. Pero las singularidades de CNI de esos tiempos no se volvió a repetir. Por eso cuando me enteré por las redes sociales del fallecimiento de ese gran mediocampista no se me ocurrió mejor forma de rendir un homenaje que recordando sus jugadas. Porque junto con otros jugadores de esos años,  Ernesto Guillén colaboró como nunca se imaginó a hacer muy felices las tardes que pasé en el estadio de Iquitos, especialmente los domingos en una parte de esos caminos de la vida que me deparó el destino.