ESCRIBE: Jaime A. Vásquez Valcárcel

Cuando a uno le dicen que cerca de Madrid está la ciudad de Toledo, inmediatamente la relaciona con la imagen del expresidente Alejandro Toledo. No pregunten por qué. Porque no existe respuesta más allá del subconsciente, me imagino. Lo que sí les puedo confesar es que esa imagen presidencial no es la del estadista sino del bohemio. Y, claro, vaya uno a saber si todo estadista es un bohemio o viceversa. Aunque más allá de esas siempre odiosas comparaciones lo que destaca –para quienes de alguna forma conocemos Europa a través de sus películas– es la cinematográfica estación de tren. Hombres presurosos. Mujeres también presurosas, aunque no quiere decir de ninguna manera que siguen a los que ponen “masculino” en sus documentos.

Calles angostas. Arequipeñas, cusqueñas, puneñas. En menos de tres metros de ancho circulan autos con total respeto al peatón. Y en menos de un kilómetro cuadrado por lo menos diez iglesias que visitar. Arquitectura de seis siglos de antigüedad. Mínimo. En 1492, cuando en América un tipito llamado Rodrigo de Triana, gritaba por algún lugar “de la Mancha”, ¡tierra, tierra, tierra!, en Toledo expulsaban a los judíos de la manera más cruel. Despojándolos de todo. Sefarditas que luchaban contra el aniquilamiento. Es imposible no sentir que el cuerpo se estremece al recorrer los pasadizos por donde escapaban los judíos, si escapaban antes que los eliminasen. Calles que envuelven historia de hace quinientos diecinueve años no es broma. El sol puede ser el mismo que abrasa a los iquiteños. La brisa puede ser similar a la que nos envuelve en las orillas de los ríos amazónicos. Pero la historia, la arquitectura, el color de las paredes, la limpieza de la acera, la pulcritud de los baños públicos y muchos etcéteras, etcéteras, y ni qué decir de la Biblioteca Pública, nos ponen en desventaja. Disculpen, paisanos, disculpen. Pero aquí sería impensable, por ejemplo, que un empleado dedicado a la administración de la biblioteca, siquiera declare que eliminará los diarios del archivo por viejos. Ni siquiera pudiera decir eso. Con decirles que al ingreso de la biblioteca de Castilla-La Mancha hay un afiche tremendo –en todo, absolutamente en todo el sentido de la palabra– donde se aprecia a Iniesta en una esquina del campo de fútbol leyendo un libro bajo el lema “Fomentemos la lectura”. Porque hay que combinar lectura con balón. Es, salvando las distancias, como si nuestro chato Barrena emprendiera una campaña de apoyo a la lectura. Y han escogido a Iniesta porque es uno de los pocos jugadores que tiene por segunda profesión el fútbol.

Y, cuidan sus edificios. Los restauran. Los protegen. Otra vez, disculpen la comparación. Pero aquí sería imposible que alguna autoridad elegida destruya un edificio en plena plaza. Disculpen. Y sería imposible que la sociedad civil emprendiera una campaña cívica de rechazo a la destrucción y, sin duda, la autoridad terminaría destruida. Porque los edificios se respetan porque en ellos está la vida. Las autoridades pasan, los edificios quedan. Deberían quedar.

Un rubro aparte es la orfebrería. Talleres a la vista del visitante. Quijotes y Sanchos en oro, plata, en todos los tamaños, modelos y poses. Siempre flaco y alto, uno, siempre gordo y bajito el otro. Inseparables de la literatura universal e inseparables en el aprovechamiento turístico. Y termino recordando que, en una ciudad de la selva peruana, hace algunos años, se publicó una edición de la obra grande de Cervantes. Y termino diciendo mentalmente que algún día volveré. Y, cosas de la vida chico, diría “Tres Patines” –tan flaco como Quijote– publico esta nota minutos antes de llegar por segunda vez a esta ciudad española y vaya uno a saber si nuestro bohemio Toledo llegará por segunda vez a la Presidencia. La primera vez fue con Miguel Donayre Pinedo, con mapa en mano y extravíos constantes, la segunda con una delegación de charapas donde predomina el apellido de la estirpe.

Pro & Contra, 26 de octubre  de 2011