Saúl y Pinocho
ESCRIBE: Jaime Vásquez Valcárcel
¿Qué similitud puede existir entre Saúl Zuratas y Pinocho? ¿Qué analogía atrevida puede hacerse entre Carlo Lorenzini y Mario Vargas Llosa? ¿Qué relación se puede establecer entre estos bosques de pino y la floresta amazónica repletas de cedro y caoba? Muchas. Pero todos los caminos nos conducirán a la palabra. A la literatura. Al arte. Unos con su cosmovisión, los otros también.
Nadie contestará negativamente ante la pregunta si conoce y reconoce a Pinocho. Nadie contestará con un no –por lo menos en Perú- si preguntamos sobre Mario Vargas Llosa. Muchos no sabremos qué responder si hablamos de Carlo Collodi, nombre adoptivo de Carlo Lorenzini. Varios tendremos que optar por el silencio si conversamos sobre “Mascarita”, apelativo del personaje de la novela “El hablador” que Mario Vargas Llosa encuentra en la universidad, cree reencontrar en una exposición en Florencia y considera perdido en los montes machiguengas de Madre de Dios. Pero todo lo escrito tiene un denominador común: están relacionados con Firenze, esa ciudad de la región Toscana de Italia que, como lo esperaba, es un ombligo del pensamiento y nos recibe –como a miles de turistas que la frecuentan diariamente- con una lluvia tenue, imperceptible a veces, literariamente.
Desde que leímos “El hablador” nos ha intrigado Florencia. La teníamos entre nuestros pensamientos. Cuna de Dante Alighieri, Leonardo da Vinci, MICHELANGELO BUONARROTI, Nicolás Maquiavelo, Américo Vespucio, entre otros. La lista de pensadores y artistas sigue y por eso es considerada una ciudad de donde han salido grandes personajes mundiales. Y no por los guías de turismo sino por quienes la han visitado y disfrutado. Así que recorrer sus calles –varias de ellas con tiendas de una orfebrería exclusiva y donde el oro es el metal más elaborado- es un paseo casi conversando sobre La Mona Lisa, casi dialogando sobre la Divina Comedia, casi apreciando “Apolo” o tal vez releyendo El Príncipe. Todas ellas joyas universales.
Y entre tantos pinos y rutas ferroviarias o, también, en medio de tantos representantes del arte uno no sabe si prolongar su visita a la inclinada torre de Pisa o meditar sobre ese personaje que debe su nombre al pinocchio que abunda por estos lares y que ve crecer la nariz en la misma proporción que aumentan sus mentiras o, también, reconocer en ese enorme lunar que cubría el rostro del personaje vargasllosiano a una deformación no del individuo sino de la sociedad misma.
Lorenzini, que cambió su apellido por el de Collodi en honor a la ciudad donde pasó su infancia, es el responsable que todos hayamos –por lo menos los de mi generación- aprendido a querer a Geppetto como hemos aprendido a respetar a quienes se entregan a causas justas como lo hizo Mascarita. Si uno prestó a la ciudad el nombre con el que deseaba ser llamado el otro al iniciar su novela en una exposición en Florencia quizás quiso decirnos que forma parte de los grandes escritores y que esa fue una de las razones por las que recibió el Premio Literario Internacional Chianti Ruffino Antico Fattore en Florencia. Todo esto provoca Firenze cuando se pasea por sus calles.