Por: Moisés Panduro Coral

Un aspecto que poco se toma en cuenta para analizar el desarrollo integral e integrado persistentemente postergado de la región Loreto, es el de la fragilidad institucional, de la carencia de liderazgos de sus entidades rectoras y de la escasa trascendencia de éstas en el concierto nacional. Esta fragilidad se traduce en varias manifestaciones: la precariedad de los actores políticos, especialmente de los que tienen como  funciones las de fiscalizar y proponer; la no diferenciación de reclamos justos y razonables respecto de los que parecen serlo pero no lo son, que ha convertido a estos últimos en mitos casi intocables; la poca disimulada ojeriza contra la inversión privada por parte de ciertos sectores que ideológicamente han quedado estacionados en el siglo pasado, la altísima planilla de gastos en imagen institucional para esconder errores y pecados y resaltar  logros muchas veces insignificantes, necedad que no permite evaluar cabalmente el desempeño de los gobernantes.

Creo que es hora de que analicemos más profundamente las causas de esta postergación regional que no es el centralismo limeño como lo era antaño. Nos hemos encarcelado nosotros mismos en esa actitud de perdonavidas, permisiva y concesiva contra quienes transgreden la ley, sean éstos violadores de reglas de tránsito o traficantes de notas en universidades; invasores o usurpadores de propiedades privadas que están tras los padrinazgos político para negociar con terrenos ajenos; destructores de infraestructuras que cuestan muchísimo dinero estatal y privado; o también, ladrones de traje almidonado o de vestimentas de marca que se angustian por asumir un cargo público para calmar su angurria dineraria.

Nos hemos enredado en la acción paternalista que generalmente se confunde con el deber asistencial del Estado. Es cierto que el Estado tiene la obligación de defender las poblaciones vulnerables, debe hacer respetar su derecho a un entorno saludable y afectivo, al mejoramiento de su calidad de vida, a la intangibilidad de sus costumbres y tradiciones propias de su cultura, a una creciente sensación de felicidad e inclusión en los términos como ellos lo entienden. Ello no significa, sin embargo, que debamos ser tolerantes con la ambición personalista de algunos de los que dirigen sus organizaciones y de quienes están detros de ellos que, lejos de lograr entendimientos mutuos, promueven una conflicitividad innecesaria que contribuye a un clima poco propicio para el desenvolvimiento de la actividad económica extractiva o transformativa que trae empleos e ingresos para las familias y para las entidades públicas, entre ellas el gobierno regional y las municipalidades.

Las respuestas que dan nuestras instituciones frente a estos temas son insustanciales, confusas, muy débiles, divididas. ¿Cómo promovemos la inversión privada, uno de los grandes motores del desarrollo en cualquier lugar del mundo, si al mismo tiempo, con nuestra actitud displicente promovemos escenarios de confrontación convenida en los que priman el chantaje y la extorsión? ¿Cómo aspiramos a diversificar la oferta productiva, ahora que el canon petrolero está en picada, si hemos sido incapaces de sentar en una misma mesa al inversionista privado, a la empresa, y a las universidades o institutos de investigación e innovación tecnológica?

¿Cómo logramos eficiencia y calidad de resultados de gestión si no logramos el alineamiento estratégico de los niveles de gobierno, y se anteponen los intereses particulares al bien común? ¿Cómo construímos un proyecto regional de desarrollo que tenga a los actores políticos como conductores indiscutibles si la praxis política se ve empañada por la vendimia de conciencias, por la compra de votos, o por el transfuguismo desvergonzado de quienes deben ser leales a sus principios, a su causa y a su fe?