Los iquiteneses que arribaron a Lima eran seres arruinados, solo tenían una muda de ropa, comían 2 veces a la semana, carecían de futuro y no querían regresar nunca más a la ciudad donde nacieron. Es decir, no fueron las locas ilusiones de ver la capital lo que les sacaron de la  remota provincia, sino algo terrible: el clamoroso fracaso de militar en el colectivo de las suegras. En sucesivas entrevistas con la prensa narraron la triste historia de no haber logrado convencer a las masas sobre el valor de las suegras en la ciudad del oriente del Perú.

El local partidario del partido suegrista, ubicado cerca a la Plaza de Armas, permaneció vació durante meses. Nadie,  ni en broma, le visitó ni siquiera para peluquearse o jugar cachito. La búsqueda de firmas acabó mal, pues nadie quiso dar su número de DNI. Ningún movimiento político  local, ni colectivo civil, ni grupo cultural, quiso ni siquiera conversar con ellos. Estaban aislados, cercados por la indiferencia social. En un instante fueron sacados de los lugares donde trabajaban y los vecinos les hicieron juicios por hacer  ruido con sus equipos de sonido. Fácil era suponer que para esos iquitenses  las suegras eran perversas, ogras, monstruos, pero no.

En verdad, el rechazo a los suegristas no tenía nada que ver con el amor o el odio, con la abundancia de suegras para una sola persona. Ocurría que esa palabra en Iquitos era indefinida, borrosa, espectral. No existía en la vida de todos los días, como antes. Ello era debido a la paternidad precoz, a la paternidad inmadura. ¿Qué nombre había  que darle a una dama que tenía como yerno accidental a un tipo que todavía usaba babero, a un imberbe que recién había  cumplido los 13 años, a un inmaduro que ya era padre cuando no dejaba de ser hijo?