Isla grande

Por Miguel DONAYRE PINEDO

El frío limeño parecía de otoño. No se sentía la humedad de rigor de esos días de invierno, amén del deje aflautado y prepotente de los habitantes de la ciudad de los virreyes que me incomodaba; es de un autoritarismo irrespirable, ya pes. El tonillo de las lectoras de noticias del telediario me repateaba o de los entrevistadores o entrevistadoras que casi insultan y aparentan saber más que su entrevistado o entrevistada [¿será las huellas del conflicto armado?]. Se ha perdido la cordura y la buena plática. Con esos aguijones subí al avión. Pero el cambio al trópico húmedo si se deja sentir y dejaba huella. Sientes que estás en un horno [me recordaba a un baño turco en Estambul] que el calor no te abandona desde que pisas la ciudad. Está ahí como una mosca, incordiando. Transpiraba a chorros. Mi padre, mi hermano y sobrinos me esperaban en el aeropuerto. Hacía un sol de justicia. Enrumbamos a la ciudad bajo un tráfico lento y desordenado. El perfil urbano y caótico se consolidaba, sufrimos una suerte de o anomia [cuando dije una vez eso en una reunión familiar los ojos salidos de un exconcejal casi me matan – lo comparaba con ciertas ciudades africanas, la verdad duele y mucho]. La bulla es otro ingrediente de este pastel tropical, esta más cerca de la gente hasta reventar los oídos, casi gritas para hablar. Se observa mucha precariedad, dejadez. Que la ciudad no tiene cabeza. Que andan sin brújula. Como en Lima las reglas de tráfico se pasan por el Arco del Triunfo, el peatón es el más perjudicado. Se escucha una cumbia sempiterna a lo lejos que no cesa. Es un jolgorio impenitente y sin sentido. Miro a mi padre y él tampoco reconoce a esa ciudad a la que tanto ama. Yo también me pongo triste y me ahogo en esta batahola.

 

PD: Isla Grande, es un pueblo literario, cualquier parecido con realidad es responsabilidad de ella, la realidad.