Por: Marco Antonio Panduro

En 1971, dentro de las pocas y contadas entrevistas que concedió ‒a las que por la naturaleza de su carácter era renuente‒, Julio Ramón Ribeyro respondía a una serie de preguntas formuladas por César Calvo.

En estas respuestas dejó una frase de reflexión que marcaba siempre su lucidez serena, en torno a la literatura, y cómo es vista y concebida ésta en un país como el Perú. Percepción que puede ser extensiva a otro tipo de expresiones artísticas, la cual todavía sigue vigente, pero algunas particularidades propias de la Amazonía (en específico de Loreto y de Iquitos, en concreto) también nos separa de este juicio.
“(En el Perú) la literatura ha estado en manos de un elite burguesa (habría que decir, estuvo y lo está, en menor grado; sí). Igual que en la Europa de cierta época estuvo en manos de la aristocracia. Los escritores aristócratas no concebían la idea que pudieran salir escritores de la pequeña burguesía. Cuando el duque de Saint-Simon se enteró de un escritor llamado Voltaire, no lo podía creer. Creía que la literatura era un privilegio de su clase. Por eso nosotros, escritores burgueses o pequeño burgueses, miramos con desprecio las cosas que hacen la gente del pueblo, los poetas proletarios, por ejemplo. Acaso por el momento no lo hagan muy bien, pero su insistencia, que es la tenacidad misma de la historia y de la vida, surgirán grandes artistas. No se trata de una traslación del poder económico y político solamente, sino también, y fundamentalmente, del poder cultural”.

Sobre estas acertadas palabras, y anhelo, no es la primera y única que como profeta, acierta Ribeyro (léase, a propósito, LA TENTACIÓN DEL FRACASO). Sin embargo, hace bastante tiempo, desde aquella declaración, los escritores amazónicos se van labrando una carrera sostenida. Se presenta un transbordo escénico progresivo, sin que la misma selva deje de contar sus propias historias.
No obstante, el problema tal vez pase más sobre la difusión y su rodaje en un circuito mayor. Éxito comercial del momento no quiere decir por antonomasia que una obra perviva en el tiempo; es decir, transcienda, si nos referimos a los dictados del “establishment capitalino”.

En otra entrevista JRR responde sobre la ausencia de un rasgo unificador en la literatura peruana. Cree que esto se debe a la dispersión geográfica del país (costa, puna, selva: Bryce, Arguedas, Arturo D. Hernández, por citar a tres escritores de diferentes espacios y temática), lo cual implica rasgos culturales propios; sumado a la “cuestión de clase social”.
En un país de sensibilidades y resentimientos como el nuestro puede ser delicado hablar de burgueses y otros epítetos vecinos. En la misma medida, un escritor “proletario” puede crear anticuerpos en lectores “burgueses”, y viceversa. Los orígenes no deberían ser tomados como algo prejuicioso, sino como una riqueza en vez de una debilidad como sociedad, lo cual no conlleva a creerse la romántica e ingenua escena de que andaremos todos de la mano. Nadie elige dónde nacerá.
La polémica y la controversia no tiene fecha de caducidad, por cierto. El 1er Congreso de Narrativa Peruana en 2005, ocurrido en Madrid, donde hubo dimes y diretes entre los escritores “telúricos” y los “evadidos” (capitalinos y andinos) nos hace ver la vigencia de la opinión de Ribeyro. Se trata, pues, en efecto, de una sociedad conservadora, la peruana, que sobrepasa los basamentos sociales y políticos y alcanza a los artísticos.

Un escritor burgués tiene una visión que le ha conferido su propio espacio, el escritor pequeño burgués de la misma manera; uno más cuyos temas pueden ser los avatares del campesino, o la lucha social de los obreros verá la vida con prisma diferente, y sentirá esta de manera diferente. Se trata, en efecto, de visiones distintas. Yo, y mis circunstancias, a decir de Ortega y Gasset.
De ahí que nuestra dispersión no sea solo geográfica, sino ‒además de los rasgos culturales‒ se encuentran los sociales como componente fundamental para entender nuestra mirada hacia el mundo. O puede entenderse también que nuestras dispersión no sea solo social, sino cultural y geográfica.
En este sentido, debe añadirse a estas características, las múltiples variables que no nos separan, sino más bien las que nos unifican con el que creemos está del otro lado, y que nos distancian con el que creemos que forma parte de nuestro círculo. Así el escritor proletario selvático se sentirá más vinculado hacia su par andino o costeño, por ejemplo. La ecuación considera también otras variables sobre la constante que es el escritor; sobre esto, un sello vinculante es nuestra territorialidad, más allá de la capa social y cultural de la que provenimos.
En el caso nuestro, donde la división de clases en Iquitos es difusa y donde se pasa del racionalismo a la superstición en un parpadear, donde no existe una aristocracia, donde el rico alterna con el pobre, donde el pobre congenia con el que se cree estar en otro escalón social ‒sin estarlo ni serlo, necesariamente‒; es decir, donde el influjo de la selva deja caer su manto sobre esta urbe ‒allí en el fondo del bosque donde el todo es un enmarañado‒, estos ingredientes componen un nutrido insumo literario.
El correr de las décadas viene dando pasos a nuevas voces narrativas. No es que el espacio ignoto, muchas veces hostil de la floresta, quede relegado, pues esta resulta indisociable a una ciudad como Iquitos, sino que se adhiere el escenario urbano. Son los tiempos de la postmodernidad y del post-urbanismo, donde la selva, como espacio geográfico, ha dado paso a la urbe como telón de fondo literario para abordar la condición humana.