ESCRIBE: Jaime A. Vásquez Valcárcel

Ingreso raudamente a Presidencia para, como la mayoría de mañanas, gastarle una broma y él me recuerde que restan tantos días para dejar el cargo, cuando veo a un hombre observando una fotografía y, con los ojos humedecidos, la mirada desconcertada. Era 24 de noviembre, pocos meses después de haber asumido él el más importante cargo del Poder Legislativo. Indagando con los allegados me entero que ese día, todos los años, había jarana en la casa porque la mamá cumplía años. Ese día, con la fotografía sacada de la billetera, Víctor rememoraba los cuidados maternales y, con la impotencia contenida en la mente y resumida en unas lágrimas, seguro se arrepentía de lo poco que pudo retribuirla y lo tanto que le debía. Es que a las madres siempre -los hijos- les damos mucho menos de lo que ellas entregaron por nosotros. Siempre estaremos con el saldo en contra.

El 7 de agosto, pocos días después de haber jurado al cargo, sentado en ese sillón prestado, el abogado Isla Rojas derramaba algunas lágrimas porque todos los años por esa fecha su madre le alegraba el alma con el saludo por el onomástico. Hoy, con todo el poder político del que goza, sólo podía tenerla en su mente y su corazón. Muchos años después, ya alejado de ese puesto, que tanto poder como enemigos genera alrededor, él mismo no se cansa de recordar a su mamá y, cada vez que lo hace, siento que -como esa mañana limeña de agosto- se le quiere escapar unas lágrimas por ella y todo lo que representa. Y es que las madres nunca mueren. Nunca deberían morir. Y es que si hay una enseñanza que me deja las andanzas con Vitín es eso: la dedicación hacia su padre y su madre.

Este noviembre, a los 24 días, ya en el 2022, antes que termine el día he recordado -gracias a un post de una de las hijas de Elenita- esos pasajes de la vida y me ha provocado tejer algunas frases sobre aquella mujer que sólo conocí en fotografías y que, de cuando en cuando, su figura, su magisterio, su temple, su retrato viene a mi mente como si se tratara de una imagen acrisolada en una estampita. Uno, finalmente, también termina queriendo a aquellas personas que se convierten en inolvidables para los seres que frecuenta.