ESCRIBE: Jaime A. Vásquez Valcárcel

                                                                       A Eberto Peña Tovar y a Gloria, su esposa; y toda la familia colombiana por haber hecho que el realismo mágico pase de la literatura a la realidad

Macondo es un punto en la literatura. Aracataca es su clon. Gabriel García Márquez ha establecido en este pueblo un cordón umbilical. Todo el que ha leído por lo menos una obra del premio Nobel colombiano siente la necesidad de visitar Macondo. Varios estuvieron por allí y han encontrado que Macondo es similar a Aracataca. Su gente, su ferrocarril, sus bananos, sus obreros, el aire fresco y caliente. Todo es realmente maravilloso y uno, en el lugar, se traslada por el realismo mágico con personajes como Aureliano Buendía, Fermina Daza, Remedios “La Bella” y siente la certeza que esos personajes novelescos transitaron por sus calles de la mano de Gabo. Y llegar hasta Aracataca es más fácil de lo que uno se imagina.

Cada pueblo que uno visita lo relaciona con su ciudad de origen y la de sus lecturas. Aracataca no puede ser la excepción. Ni para relacionarla con Iquitos ni con el escenario del realismo mágico de uno de los hijos que ha parido. Quienes han leído –y me imagino que son muchos pues las obras del Premio Nobel de Literatura 1982 han sido traducidas a cuanto idioma exista en la tierra– Cien años de soledad o cualquier obra de Gabo sentirán la necesidad de transitar por la casa donde en marzo de 1927 el autor colombiano vio todo lo que después le sirvió como materia prima para sus libros.

El destino planificado fue el Caribe, y sus playas. Pero el realismo mágico nos llevó a Aracataca. Desde que vi el nombre en el mapa vial y turístico de Colombia tenía la remota esperanza de pisar Aracataca y respirar el aire caliente en sus calles. No podía ser, me decía, que no lo hiciera estando en Colombia. No podía ser –me volvía a decir– que no lo hiciera estando en Santa Marta. Pero, claro, no estaba entre los destinos porque ni siquiera estaba en la ruta. Al menos eso suponía. Por esas cosas del destino se cambió la ruta para retornar a Bogotá y, ¡zas! apareció el nombrecito. Primero como un punto en el mapa, luego como una posibilidad y después como una realidad. Desde que lo leí en la ruta guardaba la remota esperanza de recorrer el patio, la sala de la casa donde Gabo gateaba. Ya se sabe que en los mapas lo que aparece cerca puede ser distante y viceversa. Hasta que en Cartagena de Indias –esa ciudad amurallada donde Gabriel García Márquez vivió gran parte de sus ochenta años y once meses– un sacerdote que tiene la esperanza de incluir vallenatos en las celebraciones de misa, afirmó que en el trayecto Santa Marta-Bogotá la carretera pasa cerca de Aracataca: “Si no me equivoco pasa a unos veinte kilómetros de la carretera o creo que pasa por el mismo pueblo”. Para qué ha dicho eso. Ya sentía la calentura que provocaba a la gente al salir a conversar en las tardes, ya observaba los rieles del tren que llevaba las cartas de los eternos enamorados o de la siempre esperada jubilación de un militar liberal, ya creía ver a Remedios “La Bella”, alzarse en cuerpo y alma por los cielos o ya añoraba comprar los pescaditos de oro que el coronel Aureliano Buendía fabricaba y tal vez probar una de las bananas que produce la zona.

Desde Santa Marta hasta Aracataca hay sólo hora y media de distancia. No hay letrero que lo anuncie pero los pobladores cercanos la señalan con evidente orgullo. Más aún si el referente es la casa del premio Nobel. “Señor, ¿ésa es la casa de García Márquez?”, pregunto con inocultable emoción a dos personas que a las dos de la tarde conversan. Uno de ellos me contesta que no. Que aquí no hay ninguna casa de Gabo porque se fue cuando era niño y que la casa que llama mi atención pertenece al Municipio. Ante mi asombro –con una sonrisa cordial dibujada en su rostro– no le queda otra cosa que admitir que se trata sólo de una broma porque la casa que está al frente pertenece a las estirpes condenadas a cien años de homenajes. Aracataca le debe mucho a Gabriel García Márquez y, por supuesto, el escritor que hizo del río Magdalena un caudal de amores contrariados, le debe gran parte de los gérmenes de sus obras a este poblado. Tanto se deben ambos que en el portal web oficial de la Municipalidad, al lado de un texto burocrático y grandilocuente, está la foto de Gabo. Porque, valgan verdades, Aracataca existe para los demás porque hubo un escritor que ideó Macondo y sería injusto y hasta cruel negarle esa condición al colombiano más universal que ha brotado de sus tierras. No importa el alcalde, no importa la autoridad: importa la literatura.

Hace veintitrés meses, aproximadamente, se organizó en Aracataca una jornada de retorno. Gabo regresó a su pueblo después de veinticinco años. Lo hacía para celebrar los ochenta años de edad, los cuarenta años de la primera publicación de Cien años de soledad y veinticinco años de haber recibido el máximo galardón literario. Veintitrés meses después de esas celebraciones aún quedan vestigios. Por ejemplo, unos murales huachafos que quitan hasta el ánimo de fotografiarlos. Ya no está el cartel “Macondo-Aracata” que la convertía –quizá– en el único pueblo que toma para sí el nombre de un lugar sacado de los libros. “Luisa Santiaga Márquez Iguarán” se lee en un letrero gigante, da nombre a un centro estatal. Es el nombre de la madre de Gabo, la misma que inspiró a Gabito para crear el personaje de Fermina Daza, quien en El amor en los tiempos del cólera protagoniza historias de amor con Florentino Ariza, quien aunque no es el progenitor del escritor al menos tiene demasiado parecido con la realidad.

De acuerdo a la época del año que uno llegue podrá disfrutar del calor abrasador o de la lluvia. Pero, aparte del clima que ya de por sí le traslada a uno a los libros de Gabo, es imposible no confundirse. Uno no sabe –desde el arranque– donde está. Si en Macondo o en Aracataca. Y llegar antes de las cinco de la tarde y después de la una es la hora ideal. Mejor si hay calor (aunque Ricardo Arjona en setiembre del 2007 hizo la ruta Cartagena de Indias-Aracataca y se deslumbró porque vio llover sobre Macondo y empapado y todo no pudo evitar la emoción de recorrer el cuarto donde nació Gabo). Ese mismo cuarto, esos mismos árboles, esos mismos ambientes –donde destaca un homenaje a ese sabio catalán que “…se había leído todos los libros”, Ramón Vinyes– son los que un cordial guardián nos invita a recorrer, a la vez que nos informa que hace un par de meses llegó por allí la hermana del Nobel para indicar que se destruyera toda la casa remodelada porque predominaba el cemento y que debía prevalecer la madera, porque así era cuando Gabito habitaba el lugar. Así se hizo. Y hoy la casa luce espléndida. Todo en el lugar parece húmedo y cálido a la vez. Los almendros están por el patio y se los ve imponentes. Por ahí han rondado –si es que aún no lo siguen haciendo– los espíritus de los hombres y mujeres que en el imaginario de Gabo nos deleitaron con sus andanzas por los alrededores donde los burdeles y los cuchicheos eran frecuentes. Ahí está el paisaje con kilómetros de bananas –reemplazadas por palma aceitera en extensiones similares– y la estación ferroviaria que aún transporta la materia prima y tal vez una que otra carta de amores contrariados.

Sea con el sol abrasador que nos recibió una tarde de febrero, del que aún tengo el recuerdo, o ya sea con la lluvia que empapó a Ricardo Arjona cuando le tocó recorrer el hábitat del más despercudido autor latinoamericano, hay que decir con todas la letras que Aracataca es cualquier ciudad de nuestras tierras. Puede ser Iquitos o Nauta. Puede ser Piura o Tumbes. Recorrer sus calles es no sólo una necesidad para quienes amamos la literatura sino un lugar inevitable para recorrer los libros de Gabriel García Márquez por los pasillos de su casa y de su gente.

Pro & Contra, 2 de marzo de 2009