Escribe: Percy Vílchez

En tiempos del auge gastronómico peruano, en instantes del prestigio del cocinero y su sartén, en pleno concierto de celebraciones anuales a determinados platos o preparados, surge en el Perú un mal brutal. Se trata de la mala alimentación de millones de moradores de ambos sexos. A ellos y ellas no ha llegado todavía el beneficio de esa culinaria que satisface a tantos paladares. La comida perulera es vasta, milenaria y sabrosa, pero no logra satisfacer las necesidades de los pobladores que apenas laboran para capear el día, para llevarse algo a la boca.


De acuerdo a las cifras oficiales, en el Perú del presente hay más de 16 millones que comen mal, que no tienen recursos para acceder a la dieta requerida. Es decir, más de media población nacional se muere de hambre o se alimenta pésimamente. Así las cosas, el Perú no solo es un Estado fallido sino una república que se muere de hambre. Lo peor es que no existe una política alimentaria a la vista. Y los productos básicos suben de precio de vez en cuando. Lo que quiere decir que los mal alimentados irán en aumento. Los hambrientos se sumarán a una cadena interminable y nadie podrá atender esa urgencia básica. Estamos entonces ante una emergencia nacional. La emergencia del hambre generalizado. Y nadie dice esta boca es mía.


De nada entonces sirve tener los mejores huariques, los más excelentes cocineros. De nada sirve, también, celebrar el día del pollo a la brasa, el festejo de la hamburguesa y otros preparados si millones de peruanos comen mal. Es decir, vivimos celebrando éxitos ficticios, ganancias mentirosas, mientras el mal aumenta afectando a los unos y los otros. La alimentación peruana hace agua por todas partes, y es increíble que esto ocurra en un país que tiene los recursos necesarios para alimentar a todos sus moradores.