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ESCRIBE: Jaime Vásquez Valcárcel

Lo dice sin tapujos: “Sólo tengo Quinto de Primaria”. Quería convertirse en ingeniero mecánico. Su papá, un portugués que llegó en los últimos años de mil ochocientos con cinco hijos, le dijo: “tu universidad está en el taller”. Y eso le marcó el derrotero de su felicidad. Desde los 12 años está metido en el taller. No sabe hacer otra cosa que arreglar carros y, pescar también. Con eso se ha ganado la vida y ha disfrutado de ella, ha mantenido a nueve hermanos y también a sobrinos. Las mayores satisfacciones los ha tenido como mecánico, pues como buen carpintero, es un empecinado del trabajo bien acabado, bien hecho y que el cliente se vaya satisfecho y, claro, regrese por eso.

En medio de carburadores tan antiguos como los años que lleva el taller de la calle Yavarí, o de cajas de cambio de autos cuyos modelos ya no se fabrican, don Manuel Soares Leite, de un momento a otro nos muestra su lado humano. Total, humanos somos.

Como no se cansa de repetir que lo más importante es la familia, me atrevo a hablarle de los suyos, de sus padres, su esposa, su hijo, sus nietos. Y ahí le brotan unas lágrimas tenues, imperceptibles, húmedas, que no salen de sus pupilas. Son, sin embargo, lo suficientemente notorias y notables, para demostrar su condición humana. Es, sí, un mecánico con sentido humano. Y ha sido esa condición que le ha dado la mayor satisfacción de su vida: servir a los demás. Entre piñones, culatas y cilindros ha ido formando su humanidad, esa que le recuerda los años con sus padres, su esposa y su nieto que, “cómo se puede entender eso, pues joven”, murió por una enfermedad fatal cuando apenas tenía quince años.

Su sueño de estudiar ingeniería mecánica se postergó indefinidamente por la decisión paterna pero el amor hacia las máquinas permanece en él y cuando dialoga sobre los motores que le tocó reparar se nota que sus ojos brillan, como si fueran los de un niño ante el regalo navideño. A pesar del tiempo transcurrido desde que su padre le dijo que se dedicara al taller, aún comprende la decisión porque “era imposible que se mantenga a nueve hijos estudiando”.

“Mi mamá murió un primero de agosto de 1974, al año siguiente murió mi papá, mi esposa murió después de quince años que le cuidé porque padecía una penosa enfermedad, ella era una mujer extraordinaria”, me confiesa mientras señala con el dedo un auto de su taller. “En ese carro movilicé a Fernando Belaunde Terry, yo sin ser acciopopulista le hice andar a don Fernando”. Cuando el arquitecto llegó a Iquitos tenía que recorrerla en un auto descapotado y el único que poseía uno era don Manuel. No es que se haya ofrecido de chofer del arquitecto, sino que era tan cuidadoso con sus cosas que pensaba que un desconocido en el timón malograría el vehículo. Así fue como se convirtió en chofer de quien fuera dos veces Presidente de la República. Ahí también se pasearon Armando Manzanero, Libertad Lamarque, el hijo de Jorge Negrete, quienes llegaron por los años 70 a Iquitos.

Sentado en una mecedora, donde todos los días conversa con su hijo Manuel, aprovecha nuestra presencia para recordar a su padre. Fue carpintero, primero, luego se hizo mecánico. La misma ruta de don Manuel. Ese portugués aumentó su prole ya en Iquitos y tuvo cinco hijos más. “Diez con la misma madre”, y don Manuel lo dice con orgullo ojeando al único hijo que tiene y al que ha heredado herramientas y reliquias. “Él seguirá el camino, ya le di todo, la mejor herencia es el trabajo”, lo dice en ese hablar pausado de los años vividos mientras el heredero refleja en su rostro ese orgullo por lo aprendido.

Mientras sus ojos dejan la humedad del recuerdo y el dolor, me lanza esta frase: “Hay que ser honrado hasta la muerte, eso me enseñó mi padre, él llegó desde Portugal en la época del caucho y por eso nunca he tenido una queja de mis clientes, nunca”. También recuerda a los hermanos de su padre. Uno de ellos, José, propietario de la panadería “28 de julio”, famosa en esa época donde Iquitos era frecuentada por más extranjeros que peruanos. Más fácil llegaban de Europa que de Lima y por eso, de estirpe europea al fin, la vida era mejor, dice.

Mientras hablamos de sus risas y llantos, ya un poco atrevido, le pregunto por qué se empeña en restaurar autos que poco interesan. “Porque la antigüedad es clase”. Se levanta y se dirige a “un Mustang del 64” que está en pleno proceso de restauración. Lento pero seguro. Lleva tiempo y dinero dejarlo como nuevo porque hacerlo es trabajoso y costoso. Le preguntamos por los clientes de antaño y no tiene ninguna queja. Eran autoridades, militares que reconocían el trabajo y su recuerdo regresa al Cadillac del 47, convertible, y que alquilaban los políticos que llegaban en campaña y que él ni permitía otro chofer.

Qué linda charla nos pegamos con don Manuel. Pura letras, full palabras, cero alcohol. ¿Quién dice que no se puede platicar sin acudir al licor? Como quien no quiere la cosa comenzamos a conversar de su otra pasión: la pesca. Es fundador del Club de Caza y Pesca, fue primer presidente por aclamación. “Ese tiempo no era por votación, me aclamaron presidente y eso nunca lo olvidaré”, nos dice mientras recuerda a su amigo Javier Montes de Oca, Miguel Donayre Moreno, Joel Braga, Juanito Bicerra, “Ñañito” Piñeiro, Honorio, Fernando Villalaz, Daniel Bueno, “El lobo” López. “Todos los domingos voy al club y me gusta cómo ha crecido, el orden, la disciplina, aunque algunas veces se choca con la gente y “les pongo en vereda”, siempre hay quienes no entienden que el respeto y las buenas costumbres no tienen época, es de toda la vida”. Para comprobar sus palabras, nos vamos un domingo cualquiera a Caza y Pesca y llega para recorrer sus instalaciones y, desde una de las barandas, observa el río Nanay, el puente imponente que se construye. Al voltear la mirada, exclama: qué tiempos aquellos.

¿Una anécdota, don Manuel? “Una vez en la pesca agarré un dorado de 39 kilos, sacamos 60 platos de cebiche, compartir ese potaje con los amigos fue mi mayor satisfacción”. Para él los mejores peces son el acarahuazú y el tucunaré. “No hay mejores pescados”. Mientras camina por el club recuerda que ya quedan solo cuatro fundadores con vida, así es la vida. Hoy ha aumentado el egoísmo, se ha perdido un poco el compañerismo, lo dice añorando los días en que había menos pistas pero los autos circulaban en mejores condiciones. En todo momento, cualquiera sea el tema, siempre regresamos a las máquinas, a los fierros.

“No hay gusto por la profesión, para hacer bien el trabajo, hasta para cambiar el aceite hay que hacerlo con amor y profesionalismo”. Y ahí quizás radique la clave de su éxito y su felicidad: cuando habla, cuando recuerda, cuando muestra sus fotos y, nos imaginamos, cuando repara las máquinas lo hace con amor. Por eso los Dodge, Cadillac, Toyota, Land Rover, Volswagen y Subaru se rinden a sus manos, cuyos dedos están manchadas por el aceite, señal que todo mecánico que se respete lo exhibe con orgullo. Las máquinas ya no son las de antes, le decimos y de reojo nos dice que “solo ha cambiado la parte electrónica pero lo demás es lo mismo”.

Octogenario con la lucidez juvenil porque camina cotidianamente dice que no se puede tomar y trabajar, los que triunfan en la vida no se pueden dedicar a la cerveza porque la mente debe estar tranquila para hacer bien las cosas. Así que aquello que “borracho manejo mejor” le parece una estupidez. Atención mecánicos, atención. ¿Están ahí?

Es un sedentario feliz. Treinta años que no se mueve de Iquitos. Literal. Desde que murió su padre decidió no viajar. Sus parientes, portugueses y peruanos, le paran invitando y él responde: vengan ustedes.

Su vida cambió desde que murió su mamá, recontra cambió con la muerte de su papá y dio un giro total al fallecer su esposa y ni qué se diga cuando la vida le arrancó a su nieto, apenas a los quince años. “El día más feliz fue el de mi matrimonio”, dice y nos mira porque verá que dudamos de sus palabras. Serio, llega a decir.

Hace 42 años se va todos los domingos a pie al cementerio general de Iquitos. “No sé si tengo enemigos, pero todos me saludan”, responde cuando le preguntamos por la fama de buen mecánico que tiene. Hablemos de las autoridades. Don Paco García Saenz ha sido el mejor alcalde de Iquitos, también don Juan Isern Córdova, cuando la palabra bastaba y nadie podía faltar a la frase empeñada, eso era deshonra.

Don Manuel Soares Leite, un mecánico que no ha dejado que las máquinas lo deshumanicen. Un ser humano que ha hecho de la antigüedad no sólo una opción de vida sino que la ha elevado a la categoría de calidad indiscutible. Debe ser uno de los pocos descendientes de portugueses que piensa en su descendencia, en dejar el legado que recibió de su padre. Amor al trabajo, por el prójimo, por encontrar la felicidad buscando la felicidad de sus clientes. He recurrido a sus amigos antiguos y nuevos, que los tiene, y ninguno de ellos ha podido dejar de reconocer el nivel de ser humano de don Manuel.

Con ese rostro humano, con esas máquinas antiguas que parecen nuevas, con ese señor del rostro lleno de surcos de bondad, transmitiendo a su hijo Manuel los secretos de la reparación de motores, con ese señor subiendo las escaleras del Caza y Pesca, caminando por las calles de Iquitos para visitar a sus muertos, con ese ser humano me quedo hasta la eternidad. Porque cuando él no esté en ese mundo serán sus enseñanzas las que perduren y duren para siempre.  

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