ESCRIBE: Jaime Vásquez Valcárcel

Corazón, ¿qué le has hecho a mi corazón?
Dyango, “Corazón Mágico”

En el post entierro nos juntamos en una charla con Lourdes Milagros. Ella siempre me dice ñaño -y no es algo extraño, ya lo verán- porque me considera un hermano. Le pido que me resuma en una palabra los casi 79 años de vida de su padre y, con el dolor aún en los ojos, abre los labios para decirme: tolerante y comprensivo. Son dos palabras. Pero se entiende el exceso. Lo de comprensivo, al extremo que ella me confiesa, no lo sabía. Lo de tolerante, sí.

Comencemos por la tolerancia. Una mañana, mientras se abanicaba tropicalmente, don Ferdi argumentaba que muchas personas piden que se los comprenda cuando están llenas de incomprensión. Me explico. En la relación padres e hijos -por la diferencia de edades, de época y la similitud de genes, la mayoría de veces- es frecuente las contradicciones. Ellos piden que se respete la decisión del hijo. Ellos piden que se respete la decisión del padre. “Así como pides que respete tu decisión, yo pido que también respetes la mía”, es lo que se debe hacer, me dijo. Cuando hablamos esa mañana, ya hacía varias noches que mi padre había muerto. Así que no fue posible siquiera poner en práctica su frase.

Ahora sobre la comprensión. Va unida a la falta de rencor. No ser rencoroso. Mili o Lulú, la sexta hija del matrimonio Jarama-Chávez, contó con las palabras exactas en el momento apropiado, que su padre a pesar de haber padecido varios desplantes -llámenlo perjuicios, si quieren- tenía la capacidad de voltear la página y recibir -con las previsiones del caso, claro está- a quienes anteriormente se habían portado mal con él. O, mejor dicho, habían tratado de joderle la vida. Eso de comprender al prójimo es una condición que pocos la tienen. Y a veces se confunde con debilidad o dejadez. Andamos tan confundidos que las virtudes han pasado a ser defectos. Él tenía esa virtud. Llámenlo defecto, si quieren.

Para quien éstas líneas escribe don Ferdinnand es un maestro. En presente. Nada de pasado, en tiempo presente. Primero fui amigo de Said Omar -se le atribuye a él poner a su hijos nombres que no solamente eran raros para la época sino que era producto del consenso conyugal, por eso pusieron Milagros a la última, en homenaje al Cristo Morado, de quien era devoto y la señora Nilda fue la que, por su devoción a la Virgen con ese nombre, puso Lourdes a la exalumna del Colegio Nuestra Señora de Fátima- y como quien no quiere la cosa fui conociendo a los demás y a él y su esposa, allá por los primeros años de la década del 90.

Cuando uno de sus hijos, con la voz temblorosa, como debe ser, frente al féretro enumeró el legado de don Ferdi, no era un discurso de esos que se pronuncia en el responso y se llena de frases preelaboradas. Fue un buen esposo, buen padre y buen profesor. “Sabíamos que le tenían cariño a mi padre, pero nunca imaginamos que tanto”, pronunció Said Omar ante el asentimiento de todos sus hijos, esposa, yerno y nueras y todos los familiares y amigos. En ese momento, las mejillas se volvieron a humedecer. Y, seguro al igual que varios de los presentes, recordamos los pasajes de la vida de ese maestro. Por ejemplo, la vez que un alumno de la promoción 1984 del Colegio San Agustín le hizo una propuesta indecente para que no coloque con lapicero rojo la nota diez que se había ganado y en su lugar cogiera el lapicero azul para escribir el once. Y él, correcto hasta en las peores incorrecciones, le dijo que esa nota no se movía en el registro. Así como ésas, hay varias. Y en todas, él aparece imperturbable. Cuando empezó su carrera docente en el Colegio MORB, tenía ese perfil. Ya sabemos que Matemática es difícil, pero él era más difícil de cometer una injusticia y dejarse llevar por la deshonestidad. Hubo quienes -sobre todo en el colegio San Agustín- creyeron que aprobar el curso era cuestión de sumar billetes y él se encargaba de restar esa posibilidad multiplicando su fama.

Ya he escrito en otras oportunidades que Jarama Chávez es una historia de amor. Desde el momento que se conocieron y uno de los testigos llegó a decir -hace más de 50 años- “aquí huele a matrimonio”. Y en ese olor eterno Nilda ha tenido mucho que ver. Ambos han tenido el aroma perenne del amor que hoy sólo se lee en las novelas. Si Lulú o Mili -llámenla como quieran- cree que la tolerancia y comprensión son dos palabras que definen a su papá, no podrá negar que ambos términos están envueltos en amor. Tanto amor que Gary, uno de sus hijos, está convencido que su padre sólo murió en paz el último fin de semana sólo cuando estuvo seguro que todos los que rodean hoy a Nilda cuidarán a su amada. Murió en paz y en amor. Es una manera linda de morir, pero también de vivir. Como siempre, siempre vivirá entre nosotros.