La decisión del sabio, justo, oportuno y moderno tribunal de Los Angeles, que ordenó que la despampanante actriz Hale Berry pague de su peculio 16 mil dólares mensuales por el mantenimiento de su hija, fue un hecho normal en el mundo jurisprudente. El afortunado padre Gabriel Aubrery iba, con custodios al lado, y hasta escoltado por amigos gorreros, a cobrar mensualmente esa bonita y tonificante suma de dinero y la fiesta marchaba en paz. Donde no había calma ni en el día y en la noche era en una ciudad lejana donde los juicios por alimentos, por manutención de hijos e hijas, inundaban las oficinas judiciales.

El abundante gremio de padres enjuiciados, nombre benigno en realidad, tomó al tribunal angélico como modelo para meter bulla. Los cronistas de esa época han dejado testimonios sesudos de lo que podían hacer ciertos antepasados para enredar las cosas y tratar de evadir sus responsabilidades. Así querían cobrar por haber dado su semilla para engendrar nuevos seres. Anhelaban, también, recibir una jugosa indemnización por haber aceptado conceder, generosamente, sus ilustres apellidos para que los nuevos seres no anden desconcertados por la vida. Además, querían cobrar un plus por perder tiempo en juicios que no venían al caso, pues según unos probos jueces de los Estados Unidos las mujeres, que ellos llamaban bebes, tenían que encargarse de la crianza de los hijos.

El increíble episodio, luego de pasar por la Corte Suprema del Perú, la Corte de Costa Rica y otras instancias, arribó al tribunal de La Haya. Después de meses los sabios y justos jueces dieron su inapelable veredicto. En la lectura del documento, que duró 30 horas, se apeló a sentencias en latín, a complicados dogmas jurisprudentes, a refranes populares, a cifras y números redondos, para declarar que no había lugar para admitir la demanda de los padres enjuiciados.