Escribe: Percy Vílchez Vela

El cargado avión  de  fe y sahumerio,  que trajo a Iquitos al papa Francisco y su comitiva de opíparos religiosos,  no pudo aterrizar en ninguna parte. No era el cambio climático, la tormenta en marcha o el ardoroso sol,  que impidieron el desembarco de la comitiva de alto vuelo, sino los interminables cerros de basura que uno detrás de otro habían creado como un techo que convertía al aeropuerto en un lugar de juego de timba ciudadana.

El hábil piloto, propulsado por el prestigio misionero del visitante, buscó el milagro pertinente intentando acuatizar de emergencia en un recodo del Itaya, un tramo del Nanay, un lugar del Amazonas. Pero le fue imposible ejecutar la arriesgada maniobra, pues todos estos ríos hervían de contaminación. El pontífice Francisco, hombre práctico por donde se le mire, se vio precisado a lanzar su discurso desde el avión que volaba en círculos gracias a un megáfono que alguien le alquiló.

Pero tuvo que callarse cuando se dio cuenta que nadie le escuchaba debido a los ecos dislocados de los infinitos ruidos que sepultaban a la hermosa urbe oriental donde seguía reinando el Dios del Amor, al fandango. El avión no tuvo más  remedio que volver al lugar desde  donde partió. O sea el aeropuerto de la Santa Sede. Desde allí el jesuita buscó, con la ayuda de asesores, expertos en comunicaciones, diestros en vencer autismos perpetuos,  en tomar contacto con la grey perdida del oriente peruano. La salvación del supremo religioso llegó desde un servicio que había acaparado el inefable ministro Burresti. Para comunicarse con la descarriada feligresía de la desastrosa ciudad usó la moderna tecnología del tuiteo. En sendas emisiones el mensaje del santo padre argentino arribó nítido a los usuarios,  y se podía sin- tetizar en que él también aspiraba a ser charapa.