Reseña de los caucheros extraviados

Percy Vílchez Vela

En la década del cuarenta del siglo pasado, entre los innumerables forasteros que arribaron a Iquitos, aparecieron unos inversionistas bastante impetuosos, sumamente audaces, perfectamente emprendedores. Tanto que parecían buscar tres pies al gato, el mítico perro carbunclo que tenía una estrella en la frente o cualquiera de los seres imaginarios del bosque cercano. Porque venían, con los gastos pagados y la seriedad del caso, a estudiar en el terreno los beneficios de una probable, como absurda, explotación cauchera.

En nombre de las relaciones comerciales entre ambos países, en aras de la urgente inversión, en beneficio de la explotación de un recurso vegetal, las autoridades de la ciudad se frotaron las manos de contentos, agradecieron al cielo por tan afortunada visita. Como no podía ser de otra manera, dieron una gran bienvenida a los gallardos empresarios. No faltaron ardorosos discursos, comilonas abundantes, paseos por lugares turísticos, recepciones de última hora. El caucho era la ocasión esperada.

Los emprendedores inversionistas no perdían el tiempo y, cuando no estaban celebrando algo, se dedicaban a recopilar información, datos, cifras, sobre esa savia vegetal. Es de suponer que mientras hacían sus diligencias andaban entusiasmados sobre las posibilidades de renovar la industria automotriz con ese producto. O de renovar la vida cotidiana como ocurrió con el invento del vapor. Es posible que pensaran abrir fábricas, exportar a todos los mercados de la tierra y convertirse en nuevos barones de la goma.

En franco intento de aprovechar la ocasión, de no quedar rezagados, de participar en las futuras ganancias de la explotación gomera, no faltaron empresarios locales que quisieron sumarse a los estudios o a las celebraciones. Ávidos, impetuosos, emprendedores, buscaron la manera de enrolarse a esos empresarios audaces que con su capacidad comprobada, con su dinero a raudales, iban a desatar una nueva era de la bonanza cauchera. La savia vegetal estaba en el bosque y solo había que extraerla.

Al parecer, los forasteros y los inversionistas locales, no reparaban en que era grotesco, tronado y picaresco investigar sobre ese recurso que ya nada significaba para nadie. El tiempo del caucho, con su esplendor y su miseria, había terminado hacía décadas. Lo que quedaba en Iquitos eran unas mansiones de lujo, los descendientes de los barones con sus nostalgias de grandezas perdidas y las víctimas con sus lacerantes heridas que hasta ahora no cicatrizan. O si conocían esa historia reciente, creían que era posible resucitar una supuesta grandeza desaparecida. Nadie sabía cómo. Nadie ahora conoce cómo inventar otra era del caucho.

Los audaces empresarios yanquis se fueron con sus apuntes y sus paladares satisfechos. Prometieron regresar con sus inversiones a manos llenas. Pero hasta ahora no vuelven. El otro esplendor, el brillo inútil del nuevo caucho,  no pudo ser ni en sueños. Era un absurdo para siempre. La historia de este país, dela Amazonía, también se puede verificar con las ilusiones dislocadas, las empresas fallidas, las gestas imposibles, las hazañas imaginadas.