Un día cualquiera

ESCRIBE: Jaime Vásquez Valcárcel

Uno, ya entradito a la base cinco y con las canas invadiendo el cuero cabelludo como demostrando que alguna vez fue un cuero- quiere  comenzar la semana con buen ánimo, con buenas vibras pero como que le obligan a todo lo contrario. Uno quiere olvidarse de ese invento del absurdo que nos grita que en diciembre será el fin del mundo y que pone como pretexto a los Mayas que, para variar, no pueden decir esta boca es mía pero como le empujan a irse por la tangente. Uno quiere olvidarse que CNI ya bajó de categoría y que la jugada de los fichajes –ese inicio de la mafia del fútbol peruano- pertenece a otro mundo pero la gente se empecina en preguntar ¿usted que es periodista, ya bajó CNI?. Uno quiere, al fin de cuentas, vivir tranquilo y con ese ánimo empieza la mañana.

Sale muy temprano de su casa –para ganar el día que le llaman- y en la vereda hay un montículo de basura –con caquita de perro incluido que algún mejor amigo del hombre colocó como recuerdo de su paso por estos lares- que la empresa que debería recoger no le da la gana de hacerlo porque el alcalde que hace lo que le da la gana se empeña en defender al empresario de irresponsabilidad ilimitada. Quiere olvidarse de ese montículo con su respectiva caquita y da la vuelta en ele para dirigirse a Iquitos, dejando atrás a Punchana y se encuentra que en toda “la Navarro Cauper” hay cerros de basura. Perros vagos –aunque sus dueños serán más vagos- husmean en la podredumbre –aunque sus dueños son más podridos- y son la antesala de un amanecer de cochinada.

Quiere sacar un poquito del saldo que tiene en la cuenta laboral del banco campeón en colas interminables y se da con la sorpresa que todos los cinco cajeros están fuera de servicio porque “hace un ratito” han quitado corriente. Y como la gasolina se consume corre al grifo más cercano a poner algo de gas y la señorita –más bonita que ayer, a pesar de la amanecida- le informa que el tarjetero “no sé qué tiene, a veces se pone así”. Ya a punto de gramputear quiere utilizar el poco sencillo que queda en el bolsillo comprando periódico y recibe esta bofetada a la modernidad y globalización “solo tengo de ayer, joven”. Aún no han marcado las siete de la mañana y sin diario, sin gasolina y con el olor fétido en las narices regresa a la casa-oficina para “navegar” en internet, para cumplir con los compromisos profesionales.

Quiere conectarse y un símbolo amarillito le indica que nones. No hay servicio. Como estamos en la época del blackberry, quiere hacer uso de ese servicio. Pero es imposible conectarse por razones que nadie explica. Llama a la empresa de telefonía molesto para suspender todo lo que tenga que ver con ese aparato y luego de varios asteriscos una voz fresca le dice que no puede cambiarse de plan, que no puede prescindir del aparato porque una penalidad –fatalidad, fatalidad tendría que llamarse- pende sobre su bolsillo. No tiene buen servicio, no tiene cómo suspender el pago y encima no puede siquiera salir de su casa. Pero como si alguien supiera de sus ajetreos recibe una llamada al teléfono fijo –al menos eso sirve para algo- donde le informan que debe ir a cobrar en el Banco de la Nación.

Apurado, sin probar bocado alguno, corre a la agencia del banco y se topa con una cola más larga que sus deudas. Y observa rostros desesperados pero resignados, caras largas pero con cierta esperanza. Y uno, ya con la paciencia con muchas pruebas, dice para sí si es mejor quedarse en la cola, regresar a la casa-oficina o dar vueltas en la moto hasta que la gasolina se acabe. Pero, como para eso estamos, prefiero deleitarme escribiendo sobre este día de furia que es una fatalidad en este Iquitos de enero del 2012.

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