La informalidad nos mata
Por: Moisés Panduro Coral
Viajaba en 1991 en la motonave “Rosana” de Contamana hacia Pucallpa. Debajo de mi hamaca, sobre unas colchas tendidas en el piso de la lancha dormían una joven madre con sus dos pequeños. En el trayecto, la lancha había embarcado un cargamento de piasaba, una fibra vegetal que sirve para la elaboración de escobas. Cerca de la medianoche, los pasajeros nos despertamos por el alboroto y el humo que llenaba la lancha. Sucedía que la piasaba había sido estibada al lado de la chimenea del motor por donde salían chispas que habían prendido los tercios de fibra y era inminente un incendio, y probablemente una explosión. Mientras el timonel direccionaba la lancha a toda velocidad a la orilla, el pánico había hecho presa de los pasajeros que querían saltar al agua. La lancha finalmente quedó a unos cinco metros de la orilla encallada en una playa porque estábamos en vaciante. Entonces tomé a uno de los niños que minutos antes dormían plácidamente y salté -como lo hicieron todos los adultos- hacia el agua que felizmente nos llegaba sólo hasta el pecho.
Un rato después, en medio de la gente sobresaltada apareció la señora con uno de sus niños en el brazo preguntando por su otro hijo y la alegría que vi en ella cuando lo entregué el pequeño a salvo, es una de esos momentos que jamás podré olvidar. Gracias a Dios, en aquella experiencia no hubo víctimas que lamentar, sólo personas con la angustia dibujada en sus rostros tiritando de frío. Amagado el incendio, como si nada hubiera pasado, nos embarcamos otra vez para reiniciar el viaje a Pucallpa. Demás está decir que no dormí el resto de la noche hasta que la “Rossana” acoderó en el puerto de La Hoyada.
Otra fue la historia de la motonave “Camila” que naufragó la semana pasada, a corta distancia de Iquitos, la capital loretana. Hay más de 130 sobrevivientes, es cierto, pero también hay decenas de muertos y desparecidos. Otra también fue la historia de muchas lanchas que han naufragado en los ríos dejando a cientos de familias enlutadas. El reciente naufragio ha venido a poner de manifiesto, por enésima vez, los graves riesgos que debemos afrontar quienes hacemos uso de las embarcaciones fluviales de diferente calado para trasladarnos a diversos lugares de este extenso territorio llamado Loreto. Están frescas aún en la memoria las muchas desgracias que han ocurrido como para no darnos cuenta que no ha habido hasta ahora el coraje para agarrar al toro por las astas. Ese toro es la informalidad que caracteriza de pies a cabeza al sistema de transporte más usado en la amazonía peruana.
Escuché hoy a mi amigo Sabino en la radio dando una cátedra comparativa entre la navegación fluvial que opera en Brasil y en la de Perú. Me atrevo a decir que Sabino, quien me visitó hace poco para contarme sus impresiones de Brasil después de un periodo de estancia en esa nación, desnudó con una magnífica fluidez descriptiva la enorme diferencia que nos lleva nuestro vecino en lo que respecta al cumplimiento de las normas de transporte fluvial de carga y pasajeros. De modo coloquial, sin los términos tecnicistas y reglamentaristas de los que se reclaman especialistas, Sabino se ocupó de ilustrarnos las razones por las que cada cierto tiempo los amazónicos peruanos tendremos que seguir llorando sobre la leche derramada.
En Brasil, decía Sabino, uno compra su pasaje en la agencia de la empresa, con el nombre y datos generales del viajero, y obviamente, el número de boletos vendidos no supera la cantidad de pasajeros que puede llevar la nave. Se presenta en el puerto y se embarca en la nave con su boleto en mano del mismo modo como se hace en los aviones y en los buses. En Perú, los pasajeros pagan su pasaje cuando ya la lancha está en marcha, y en la mayoría de veces ni siquiera se entrega un boleto formal, sino un pequeño papel con un número impreso que no es precisamente un comprobante de pago. En Brasil, las lanchas zarpan a la hora que se anuncia. En Perú, las lanchas zarpan la hora en que se ha terminado de cargar las mercancías o bienes que se transportan.
Odiosas comparaciones. En el país de Pelé, el patrullaje fluvial permite verificar los bienes que se transportan en trechos de la ruta. Aquí en Perú, una vez que la embarcación ha zarpado ya nadie verifica nada, por eso es que no es extraño que en la lancha “Camila” el número de pasajeros sea superior a la capacidad de la nave, que floten ejemplares perecidos de ganado vacuno, y que se hayan encontrado cilindros llenos de combustible y hasta droga, según las últimas informaciones. A propósito, esos cilindros de combustible no son transportados para consumirse dentro de nuestro país, sino para ser vendidos en el extranjero. Ocurre que la exoneración del impuesto al combustible para nuestra región hace posible que el contrabandista lo adquiera a precio sin impuestos, y al llegar a la frontera con Brasil y Colombia, lo vende a precios elevados, reportándose con ello una ilegal ganancia que, como siempre hemos dicho, no beneficia al pueblo, sino a los defraudadores de las políticas fiscales y del sentimiento popular.
Cuántas diferencias más hay, de seguro. Pero el análisis que hagamos de nuestro sistema de transporte fluvial no tendría mayor profundidad sino lo relacionamos con la competitividad de nuestra región. Somos penúltimos en el índice de competitividad a nivel de las regiones del Perú. Y la informalidad es adversaria de la competitividad. Si de verdad aspiramos a superar nuestra performance competitiva tenemos que sacudirnos de la informalidad. En el caso del transporte fluvial amazónico, ese sacudimiento no será, no debe ser un tema de carácter compulsivo solamente, ni tampoco un proceso que en el afán de lograr resultados de un día para otro, establezca responsabilidades y emita sanciones para un corto periodo de tiempo, olvidándose después lo andado y volviendo a lo mismo.
Es decir, lo que iniciemos hacer desde ahora para formalizar el transporte fluvial y tornarlo competitivo no debe ser flor de un día. Lo que hagamos a partir de estas dolorosas experiencias debe ser de naturaleza permanente. Y aquí nuevamente volvemos a la responsabilidad cívica, a la pedagogía formacional del ciudadano peruano, que tantas veces hemos mencionado. El hombre es hechura de la sociedad en la que vive. Si vive en una sociedad informal, será un ciudadano informal. Si a la sociedad no le interesa ser competitiva, los ciudadanos no se preocuparán por desarrollar habilidades ni actitudes competitivas. Es más, les sonará extraño y hasta criticable que hablemos de formalidad y de competitividad.
Creo que es momento en que todos aporten para encontrar soluciones a esta falta de ubicación en el escenario competitivo que empresarios, políticos, gobernantes o ciudadanos de a pié, padecemos. De lo contrario, el mundo nos pasará encima, y nosotros ni siquiera nos daremos por enterados.