Cualquier repetición no es una ofensa

Era octubre de 1984, Año de la Rata en el horóscopo chino. Sabía que las letras iban conmigo. Mi entorno familiar –como sucede en las mejores y peores familias– me había reservado un pupitre imaginario en cualquier facultad de Derecho. En verdad no me interesaba mucho el Derecho. Ese año quería divertirme. Pasarla de vagabundo. Después de esos doce meses desenfrenados ya vería lo que haría con los estudios. Ya había sido deslumbrado por Ciro Alegría, Javier Heraud y un poco por Basadre. Combinaba la parranda con la colaboración en “Noticias y boleros” que dirigía don Miguel A. Villa Vásquez, entre las seis y siete de la mañana. Varias veces iba de boleto, como lo hacen hoy los conductores televisivos. Era en teoría un hombre de radio. El “abc” del periodismo lo aprendí en las charlas mañaneras con ese tío Miguel entre bolero y bolero. Y creo que ahí decidí que lo mío era la comunicación como posibilidad de vida. Como opción de trabajo. Mientras escuchaba “En la vida hay amores que nunca pueden olvidarse” o aquel “En mi viejo San Juan, tantas cosas pasé amorcito del alma”, fui combinando la diversión con el trabajo y alguito de deporte. Ese año entrenaba en Hungaritos Agustinos y me pagaban por no jugar –ese período se contará en otra oportunidad, en varios tomos–. Mi jornada empezaba a las cinco de la mañana y terminaba al día siguiente con unas bebidas, algunas vividoras –dicho esto con el mayor respeto y cariño del mundo– luego de entrenar en el José Pardo bajo las órdenes de Henry Perales, a quien en años anteriores había aplaudido sus goles olímpicos, era director técnico de ese equipo irrepetible. En las radios sonaba a toda hora el tema símbolo de Juan Gabriel y en las noches uno iba de parranda, luego de dar una miradita a la enamorada que por ese tiempo estudiaba en un colegio cuya directora impedía que cualquier hombre –con excepción del padre, por supuesto– trasladara en moto a la alumna. Nunca entendí esa prohibición y creo que en alguna oportunidad hasta polemizamos en una catequesis con Maurilio. Precisamente a Maurilio le recuerdo una vez más, ahora que me encuentro por la frontera norte de la patria y la nostalgia baña mi mente como lo hace el mar a la arena. Ajá, ya ven, entramos a la cancha, al parecer.

Era octubre de 1990, Año del Caballo en el horóscopo chino. Ya había terminado el bachillerato de Periodismo y con 23 años bien cumpliditos pasaba a formar parte de los profesionales del país que buscan un lugar en la Población Económicamente Activa. Me interesaba escribir. Viajaba con una máquina de escribir Faeda que mi padre había comprado para otros asuntos pero la confisqué en uno de los viajes de fin de año. Por algún lado deben estar esos escritos. Todo lo ponía en papel. En blanco y negro. Llegué solito a pedir trabajo en el semanario Kanatari y el director medio desinteresado ante mi petición me encargó unos reportajes y de pasito conseguir unas publicidades. En realidad quería escribir todo lo que me fuera posible: putas, puterías, políticos, politiquería, enfermedades. Entrevistas y reportajes copaban mi tiempo en esos tiempos. Leía y escribía. Preguntaba y escribía. Investigaba y escribía. Ya estaba dicho: lo mío era escribir. Había una huelga en salud, los trabajadores municipales protestaban, la provincia de Maynas tenía un alcalde dicharachero y parrandero, la región Loreto tenía un presidente de Acción Popular que no era tan popular. Aún no asimilábamos un shock anunciado en cadena nacional donde se invocaba a Dios para que acudiera en nuestra ayuda. Ese año me metí nuevamente a la radiodifusión, ya sin boleros pero sí con muchas noticias. Sin querer queriendo comencé a trabajar en Radio Arpegio, donde también ganaba unas monedas por la publicidad conseguida. Así, escribía para un semanario católico y hablaba para una radio evangélica. Y entre evangelio y evangelio cometía algunos pecadillos.

Era octubre de 1998, Año del Tigre en el horóscopo chino. En las radios loretanas estaba prohibida la programación de pasillos ecuatorianos. La mayoría gritaba “ni un ladrillo ecuatoriano en el Amazonas”. Yo me había casado con Mónica en julio de ese año y vivía en Pampachica (donde concebimos a Daniela de Fátima y, también, a Carlos Maurilio, con los que formamos un cuarteto más que musical). Iquitos ardía y varios edificios habían sido consumidos por el fuego porque la protesta por la firma del acuerdo de paz con el país vecino desbordó, se descontroló. Nunca antes la capital de la región Loreto había sido escenario de tanta violencia. Esa historia aún está por escribirse. Por esos tiempos estaba entregado en alma, corazón y vibras a la profesión. Qué tal adrenalina. En ese período están los amigos que perdí o, mejor, los que nunca fueron amigos. Y están, como una marca indeleble, los amigos que tengo y que espero se mantengan, porque uno nunca sabe, ¿verdad?

Tres momentos de mi vida. Suena a bolero la frase, suena a nostalgia, suena a lo que uno quiera escuchar. Pero en este octubre que me coge en el norte, en plena frontera con Ecuador y donde la Municipalidad de Aguas Verdes ha organizado una ceremonia especial para celebrar el acuerdo de paz firmado entre Perú y Ecuador, se me ha venido a la mente varios momentos de esa vida que está llena, como la de todos creo, de amores, boleros, estudios y nostalgias. Ya habrá tiempo para escribir de este octubre del 2012, año que aún no tiene animal en el horóscopo chino. Porque entre ratas, caballos y tigres transcurre la vida, señores.

Pro & Contra, 29 de setiembre de 2012