Los esposos, obvio, eran los más solicitados y en medio de los oriundos del sur, familiares de Alexandra Dueñas, se había instalado un rincón charapa de gente que llegó especialmente a la boda. Y yo, en primerísima persona, al ver la alegría de la familia Jarama/Dueñas compruebo que la felicidad no es una cosa etérea sino tangible.

En estos tiempos en que todos quieren ser lobos del hombre un señor que nació dos décadas antes que este articulista me soltó una frase perfecta y directa ante mis devaneos ideológicos: “La única y verdadera ideología de hoy y siempre será la amistad, Jaime”. Y estoy a punto de convencerme que así será. O, mejor decir, así debió ser por los siglos de los siglos. Porque en este mundo, donde hasta las religiones propician guerras fratricidas el respetarnos como hermanos sería genial. Estaba con estas dubitaciones hasta antes de abordar el vuelo a Arequipa, donde Troy Jarama Chávez iba a casarse en la Iglesia de Cayma.

Como sabrán, llegar a Arequipa desde Iquitos hoy es más fácil y económico que hacerlo desde Lima. Sales a las 12 de la medianoche de la capital loretana y, recorriendo poco más de dos mil kilómetros, a las seis de la mañana ya puedes disfrutar del sol arequipeño. Arequipa es una de las mejores ciudades del país. En todo el sentido de la palabra. Por eso el matrimonio de Totín era la coartada perfecta para escapar del mundanal caos iquiteño.

A las siete en punto comenzó la ceremonia. Sobria, hermosa, reflexiva, apostólica. Luego de las recomendaciones sacerdotales y el andar de los esposos por el pasillo central de la parroquia y una cobertura que incluía un dron que perennice desde las alturas el sacramento católico, sólo quedaba esperar lo que casi todos consideramos lo mejor de las ceremonias matrimoniales: la fiesta. Y vaya que sí lo fue. Una señora fiesta.

El protocolo inevitable exige que los esposos saluden a la concurrencia, bailen el vals, palabras por aquí por allá y que comience el bailongo. Los esposos, obvio, eran los más solicitados y en medio de los oriundos del sur, familiares de Alexandra Dueñas, se había instalado un rincón charapa de gente que llegó especialmente a la boda. Y yo, en primerísima persona, al ver la alegría de la familia Jarama/Dueñas compruebo que la felicidad no es una cosa etérea sino tangible. Los padres de la novia no cabían de contentos y los del novio bailaban -literal, literal- quizás recordando el día en que ellos hicieron lo mismo. Nilda, mamá de Totín, bailaba de contenta y constantemente abrazaba a su hijo para susurrarle cosas al oído y, a la distancia, yo notaba que se le salían las lágrimas al igual que se humedecían los ojos. Ferdi, padre, mientras descansaba entre baile y baile, no dejaba de contar sus anécdotas y en el movimiento de sus labios se podía advertir toda la felicidad del mundo. Esa sala estaba llena de felicidad.

Como de felicidad estaba llena la casa de los padres de la esposa que nos recibió el domingo. Ahí ya todos rompimos filas al ritmo de la tradición puneña. Comida, bebida y harta charla. Y allí, en medio del bullicio, todos los charapas que asistimos coincidimos en una frase: Totín se nos fue. Porque bailaba, hablaba, tomaba y disfrutaba como solo lo hacen los puneños. Claro, metimos casi de contrabando “mujer hilandera” del gran Juaneco y su combo. Pero la tradición puneña nos ganó. Y está bien que se nos haya ido para Puno, Totín. Porque así es feliz, tremendamente feliz. Y la felicidad de los amigos es la propia. Era un compromiso personal asistir al matrimonio de Totín donde se casara y, alejándonos de los demonios de Iquitos, llegué a ver el Misti. Pero más que eso fue ver el volcán a punto de erupción que transmiten Alexandra Dueñas y Troy Jarama gracias al amor que se profesan. Así que más allá de ideologías he comprobado que la verdadera es aquella que lleva el rótulo de amistad.