Por: Moisés Panduro Coral
En inglés se le denomina: outsourcing; en castellano: tercerización. La tercerización de los servicios es la contratación que realiza una empresa a otra empresa, generalmente más pequeña, para que ésta se encargue de un servicio que debería ser ejecutada por la primera. Se trata, en buena cuenta, de una subcontratación de servicios, una práctica que en nuestro pais conocemos como “services” y que es común, especialmente en las empresas de explotación petrolera en la amazonía peruana.
Dos son los propósitos centrales de esta práctica empresarial. Uno es la reducción de costos para la empresa que subcontrata, ya que los costos en los que se incurren resultan inferiores respecto de la ejecución directa, aunque hay que señalar que puede traer la desventaja de la precarización del empleo por la explotación que la mayoría de “services” hacen de sus trabajadores. Otro propósito es el de lograr mejores resultados, pues se supone que la empresa externa es experta en el campo del servicio subcontratado, y eso permite a la empresa contratante dedicarse plenamente a su especialidad.
Bajo estas dos premisas del outsourcing privado, el sector público (las entidades del Estado) inició también la tercerización de algunos de los servicios que hasta hace unos años atendía directamente. Así, en lugar de contratar guardianes como era lo usual, se contrataron empresas de servicios de vigilancia; donde antes había trabajadores de limpieza contratados directamente, ahora se tienen empresas de limpieza que ejecutan esa actividad específica; y las municipalidades dejaron de atender directamente el recojo, transporte y disposición final de la basura producida en sus jurisdicciones, y subcontrataron empresas para que presten ese servicio.
¿Qué se buscaba con la tercerización de servicios en las municipalidades? Lo repetimos. Se buscaba economía: reducir costos, incurrir en menos gastos, ser eficientes en el uso de recursos y de los procesos de gestión, ahorro de presupuesto. Se buscaba eficacia: desaparecer cuellos de botella que obstaculizan la fluidez de los procesos, lograr resultados óptimos en favor del vecindario, mejorar la calidad de vida de las personas, impactar favorablemente en la percepción del buen vivir en nuestras ciudades.
El otorgamiento de la buena pro a una empresa de servicios debía ser transparente y sujeto a los criterios establecidos y a los resultados esperados. El monto a pagarse debía ser pulcramente calculado, sin incurrir en omisiones ni sobrevaloraciones; la redacción y aprobación de las bases de licitación debía ser eminentemente técnica, no orientada mañosamente a que ganen los aportantes de campaña; el comportamiento ético de quienes participan en los procesos: autoridades, comités de selección y postores debía estar regido por principios de veracidad, justicia y racionalidad, no por el monto de la coima ofrecida; en resumen, se debía optar por la propuesta económica más justa y la propuesta técnica más eficaz.
Sin embargo, al convertirse la política en un negocio en los últimos 25 años, todos estos propósitos se fueron al tacho y en su lugar tenemos un irritante y corrompido zafarrancho de intereses económicos y políticos entremezclados. Los inversionistas electorales que financian con millones a candidatos que hipotecan el presupuesto público, son los ganadores sempiternos y/o fijos de las licitaciones, y se irrogan el derecho de hacer lo que quieren: manipular los procesos de selección, fijar los costos, poner los montos a pagar, incumplir con el servicio a prestar. Su afán no sólo es recuperar su inversión, sino ganar mucho dinero, aunque la calidad del servicio sea una vergüenza y un dolor de cabeza para el vecindario.