Te amo Perú
Moisés Panduro Coral
Tratar de entender el caudal del río Amazonas soslayando la presencia de los Andes, los glaciares de siglos de la sierra y la aridez expectante de la costa, sería un acto extravagante que dejaría en ridículo a quien intentase una explicación de esa naturaleza. Subsisten, sin embargo, hasta nuestros días, lecturas miopes de la realidad empeñadas en mirar distancias excluyentes allí donde la historia nos enseña que hay que labrar un destino común; particionismos ingenuos que trazan líneas divisorias allí donde la geografía nos indica que debemos afirmar una contigüidad oportuna; onanismos mentales que se ilusionan con autarquías allí donde la economía clama por nuestra integración a la competencia nacional y global.
Es probable que esta visión anticuada del Perú guarde relación con los colores diferentes que asignábamos en la escuela primaria a las llamadas regiones naturales: amarillo a la costa, marrón a la sierra y verde a la selva; y para el gusto de no pocos, celeste a las 200 millas marinas. Algo de esto debe haber quedado grabado en nuestra memoria y en nuestra conciencia, a pesar de que hace ya más de cuarenta años que el maestro Javier Pulgar Vidal presentó su tesis de las ocho regiones naturales y de que hace unos 30 años está definido que nuestra nación posee 84 de las 101 zonas de vida que hay en el mundo. ¿Esta diversidad aconseja acaso un segregacionismo regionalero?. No. Por el contrario, respetando la diversidad de cada espacio, hay que entender al Perú como un todo.
¿Cómo se podría entender la floración, fructificación y diseminación incesante de los distritos emprendedores y progresistas en los conos norte y sur de la gran Lima con sus nueve millones de personas a cuestas sino se estudia previamente los procesos de migración provinciana, las invasiones de tierras de los setenta y el crecimiento de los servicios públicos que el Estado provee?. Nadie lo hace, por supuesto porque sería como querer interpretar la evolución demográfica, social y económica de Arequipa o de Tacna sin mirar primero allá, un poquito más arriba a Puno y sus sayas, sus fiestas, sus ritos, sus diabladas y sus gentes depositarias de la remota civilización del Tiahuanaco viviendo a orillas del lago Titicaca.
¿Quién podría discernir sobre Iquitos sin considerar la etnia que le dio el nombre y la titularidad ancestral de urbe amazónica, sin abundar sobre los misioneros venidos allende los mares, sin conocer los exploradores y primeros comerciantes, sin los buques que el presidente Castilla envió para afirmar la presencia del Estado peruano en la red hidrográfica amazónica, sin los caucheros nacidos del mestizaje y los venidos de muchas naciones y de variopintos idiomas?. Pretender interpretarlo de esa manera absurda equivaldría a explicar las culturas preincaicas del norte sin retrotraerse en el tiempo y sin navegar en la omagua hasta encontrar el pretérito del hombre amazónico.
El Perú es así. Una contigüidad geográfica y una posibilidad histórica, con sus depresiones y sus cumbres, sus golpes militares, sus periodos democráticos, sus experimentos políticos, sus guerras libradas, sus caídas, sus logros. Su destino, nuestro destino, nos conmina a la unidad para alcanzar las metas del desarrollo y la justicia social consignadas en el Plan Bicentenario.
Por esa razón, al Perú no se le puede amar por partes, ni por cucharadas. Al Perú hay que amarlo con integridad patriótica, con el convencimiento del que dice que cuando ya nada importe en su vida “me hundiré en la tierra contigo Perú”.