Por Miguel Donayre Pinedo
Isla Grande me recibía con un cielo gris. El desangelado aeropuerto da señales que ha mejorado un poco, un poco nada más. Hay pinturas de un artista local muy descontextualizado que le da un aire a provincia que se remoja en las aguas real maravillosas que pérfidamente ahonda los mitos y prejuicios urbanos. Espero que lleguen las maletas y los empleados de las agencias de turismo con carteles y llamando por sus nombres y apellidos a sus clientes. Uno de ellos me mira y con una breve sonrisa me recita un apellido, le digo gracias y se queda con los ojos saltones, puta, me equivoqué, monologa para sus adentros. El cielo gris dio paso a una ligera, ligerísima, lluvia que moja un poco. La sentí muy agradable y dejé que me mojara. Afuera me esperaba mi hermano y unos amigos. Nos abrazamos, nos vemos luego de mucho tiempo y enrumbamos a la ciudad. La pista con agujeros que tratan de esquivar, motocarros que inundan la retina y el espejo retrovisor de la camioneta, se han multiplicado exponencialmente. Anuncios de chifas, pollerías, hostales, un cartel anunciando un grupo de cumbia. Tanta anarquía me recuerda mi paso por Dakar, en Senegal, se parece mucho este perfil urbano y humano. Se nota dejadez de la autoridad como si hubiera hecho dejación de funciones. Y mis amigos me dicen con tono pesimista y amargo que no ha cambiado nada. Que la corrupción es crónica y que va a peor. Que nadie la detiene. Que las autoridades viajan repetidamente y sin pudor a tierras asiáticas o cualquier otra. Es tierra de un Estado patrimonial que da la espalda a la ciudadanía y se nota.