Por: Marco Antonio Panduro Gonzales Plantados no se sabe desde hace cuánto, no es un bosque, es en realidad un parque de aromáticos y larguiruchos eucaliptos que atraviesa una parte de San Isidro. Este, junto a otros espacios, ofrece a cada habitante 17 m² como área verde, medida que supera para bien, y en casi el doble, la recomendación de la OMS sobre el metraje cuadrado para fines de esparcimiento por individuo. Como dato en paralelo, 0.37 m² es la cifra que corresponde a cada iquiteño para su espacio recreativo. Ni medio metro siquiera por cada habitante de la ciudad. Con poca frecuencia unos cuantos ciclistas y los pocos y silenciosos scooters con gente que los maniobra camino a su centro de trabajo pasan por la ciclovía que serpentea el parque. Hay gente que también hace jogging; otros, dan caminatas terapeúticas. Y también gente un poco mayor que usa las máquinas del mini gimnasio al aire libre. Apenas llega el runrún y el claxon de los autos. En sí, se respira silencio y sosiego.Hasta aquí, estas líneas no pretenden hacer del espacio descrito ni una Arcadia capitalina ni una caricaturización romántica de que allá, fuera de Iquitos, está todo lo mejor. O, dicho de otra manera, remitiéndonos a aquel viejo refrán, no somos el vecino que dice que: «El pasto siempre es más verde en la casa del costado», o –en modo loretano– que: «Los cocos caen siempre más grandes en la huerta de mi compadre». Hecha la aclaración, continuemos. Por ambos lados del parque una avenida de asfalto negro como el petróleo –y esto no es pleonasmo– y de líneas de tránsito amarillas bien señalizadas ciñe este parque. Y la avenida está flanqueada por edificios de viviendas multifamiliares con sus cortinas abiertas y mamparas corredizas que dan salida a los balcones. Ahora bien. Descendamos del avión que acaba de aterrizar en Iquitos en una calurosa noche tropical. Los tambores suenan desde el principio por los estruendosos motocarros que nos recogen. Y música para reventar los tímpanos. Sin embargo, no es exclusividad loretana. A fin de que se entienda de que este es un asunto global, Eric Hobsbawn dice: «Vivimos en un mundo saturado de música. El sonido nos acompaña por todas partes […]». Y está claro que no se refiere a la música en sí, sino a la cadena de consumo que se genera a partir de que todo es mercantilizable, y el mercado musical dejó de pensar en la música como expresión artística y humana, empujada en la posmodernidad en “fabricar” para vender. Ya en el centro, desde donde lo que fue el antiguo Hotel de Turistas que miraba al Amazonas –hace bastante tiempo atrás– la música que revienta a todo dar resulta invasiva para la atmósfera de los otros locales del Boulevard, y rompe y perturba con el concepto de cada establecimiento, sea bar, restaurante o café, a lo largo del malecón. No es el único caso, pero sí el más visible por estar ubicado en el corazón mismo de la zona histórica y monumental de Iquitos. En Punchana se encuentra un local –si es que no son muchos más– desde donde se escapan en manada los resonantes sonidos de bajos y los alaridos de cantantes que retumban en las precarias paredes de los vecinos. ¡Aaah, pobres de ellos, desprotegidos de sus mínimos derechos que no pueden pegar el ojo! Y el bailongo le da igualito hasta altas horas de la madrugada. Estos dos casos bien pueden calzar en aquella frase mencionada en un artículo anterior sobre la “cultura combi”, el “actuar trucho” de crecimiento exponencial de que «no hay norma o ley que sea válida. Cualquier cosa es posible si yo lo deseo» (Agüero). La garrocha con la que yo me salto cualquier traba que me impida llegar a mi objetivo. “Anarquía peruana” le llamaban periodistas franceses cuando en 2012 cubrían información sobre el rally DAKAR que pasaba por Perú y veían a la gente cruzar sin miramientos la pista de competencia, a riesgo de que los bólidos los pasaran por encima. Conducta colectiva similar la de cruzar avenidas de alto tránsito cuando tienes un puente peatonal al costado tuyo. Algo así como darle un saludo a la bandera al camino lento pero seguro. Siempre la mirada corta, el resultado inmediato que prevalece efervescente, la visión del mundo de los dos lechones de las casas de paja y de madera de LOS TRES CHANCHITOS. En una conferencia de prensa, en Iquitos, hace un tiempo, alguien explicaba sobre la viabilidad de recuperar el Fuerte Militar Alfredo Vargas Guerra; es decir, la posibilidad de ofrecer a los iquiteños un amplio espacio de áreas verdes, plena de árboles que den sombra. Espacio para que los niños corran, para estar con la familia, para almorzar sobre manteles que cubren el césped. Concha acústica, una biblioteca, una galería, cafés. Bancas para sentarse, leer y conversar. Para disfrutar del día, de los atardeceres, y de la noche. Y a ver si así en algo suplimos, esos 0.37 mt2 para espacio de esparcimiento por iquiteño. Pero la explicación resultó siendo tan endiablada, un galimatías por lo complicada que resultaba ponerse de acuerdo, que extenderse en argumentos del porqué de esta postergación en una ciudad como Iquitos va ser perder el tiempo. Pero en simple. Por la filistea razón de que no había voluntad, y primaba el desgano y la apatía de los involucrados, explicada y entendida esta porque el Fuerte Militar Alfredo Vargas Guerra es un pastel del que todos quieren sacar más que una buena tajada. En concordancia con esta necesidad, existe una preocupación de antaño por remontar ese poco honorable último lugar que ocupamos en el ranking de comprensión lectora a nivel nacional. Ahora bien, niveles de comprensión lectora y políticas de fomento a la lectura son dos problemáticas que atañen a ministerios diferentes. La primera, asociada a una tarea del Ministerio de Educación; y los estímulos por la lectura, labor del Ministerio de Cultura. Claro está, sin embargo, que a ambos organismos les corresponde un problema en conjunto y un fin en común, el cierre de brechas culturales y educativas. Según la directora de la Biblioteca Nacional del Perú, en toda la Región Loreto deberían de estar a disposición cincuentaitrés bibliotecas públicas municipales. Hay doce actualmente. Y en la provincia de Maynas, tres es el número de bibliotecas abiertas al público. Once debería de ser el número. Y hay fondos, eso es lo peor. El punto que esta prioridad no es vista por los políticos como una necesaria urgencia. Sobre esto, Juanjo Fernández escribió, hace poco, un artículo sobre la Biblioteca Joaquín García, más conocida como la “Biblioteca virtual”. Más allá de sus carencias, no todas son malas noticias. Por increíble que suene, ¡hay afluencia! ¡La Biblioteca virtual tiene afluencia! ¡Hay gente en Iquitos que lee! ¡Y son jóvenes! Podemos, además, en la nota, enterarnos que se ha establecido un plan de bibliotecas itinerantes en las zonas rurales aledañas a Iquitos. A propósito, en un célebre artículo, Noam Chomsky dijo: «La diferencia entre Internet y una biblioteca es más pequeña que la diferencia entre la ausencia de una biblioteca y (la presencia de) una biblioteca. En la biblioteca además al menos puedes confiar en que el material tendrá cierto valor porque pasó por cierto proceso de evaluación.» Una sociedad se vuelve fuerte en base a su riqueza cultural y uno de estos caminos es teniendo a una sociedad que no solamente pueda leer, sino que sepa leer y quiera leer.Pero además de las contadas bibliotecas, en Iquitos, ¿se encuentran plazas donde puedan promoverse campañas que estimulen la lectura? Actualmente son muy pocos estos espacios al aire libre donde, por ejemplo, un caminante pueda sentarse a hojear una novela. Pero hay un detalle que pasa por imperceptible, y que está unida al asunto del Fuerte Militar Vargas Guerra, en una ciudad tan ruidosa como Iquitos, el cual es fundamental para alcanzar aquella especial comunión con esas letras impresas en una página, que te hablan, que te cuentan una historia: EL SILENCIO. Como término y volviendo a citar a Eric Hosbawn. Dice: «Hasta el siglo XIX, la cultura se distinguía marcadamente del mero entretenimiento de la vida cotidiana hasta el día en que el entretenimiento ascendió al nivel de cultura». Y es curioso pensar que estos tiempos de ruidos, como señala, donde los valores y los antivalores se han invertido, el silencio sea visto por la sociedad de consumo casi como un acto delictivo.