Por Marco Antonio Panduro

Converso con un amigo vía portable. Es profesor de comunicación en un colegio nacional de alto aforo. Sin condicionamientos previos es sincero en su expresión. «¡Pretenden enseñar algo que no entienden y que menos aman!». Reza el dicho, «Quien que calla otorga», los silencios pueden ser aquiescentes.

Se hablado mucho y se ha criticado más sobre la pasada edición de la Feria del Libro de Iquitos y estamos a menos de dos semanas –el afiche oficial se lanzó hará cosa de siete días, ocho días– de la inauguración, la primera para la nueva administración regional.

Entre bambalinas puede que haya mucha crítica, pero que tenga éxito, es el deseo. Elevar el debate literario, cultural, que un niño, un escolar, un joven universitario quede deslumbrado –bueno, ya, no tanto–, medianamente deslumbrado por un autor, una conferencia o charla literaria edificante, antes que fijarse ciegamente en las ventas, tendría que ser el fin primero. Suena romántico, cursi y hasta pasado de moda decirlo.

Juanjo Fernández es español y pareciera más preocupado que los “Carpent Tua Poma Nepotes” originales. Por casi siete años ha sido el promotor de llevar a comunidades alejadas libros donde nunca van a llegar por iniciativa del Estado. O si están en lista se encuentran entre los últimos de la fila.

Ahora que vuelve a su tierra, a modo de despedida, organizó un conversatorio sobre fotografía urbana y literatura en contexto iquiteño el fin de semana pasado. A la Biblioteca Amazónica asistieron contados con los dedos de la mano. Éramos tan pocos que luego de una hora de espera estábamos a punto de cerrar la bodega. Aparecieron milagrosamente un par de interesados.

«Pero no hay mal que por bien no venga», reza otro dicho. De haber habido quorum quizá hubiera sido una disertación expositiva superficial. Discutimos los que estábamos presentes sobre los grupos preocupados en promover cultura en Iquitos. De pronto saltan nombres, fulano de tal, zutano, mengano, perengano, todos metidos en el mundo de la cultura, al menos dentro de sus promociones virtuales, pero nadie conectado con el otro. Es una paradoja.

Hace días pocos, ha muerto en Arequipa un congresista. Sobre su muerte repentina y absurda, buscando al doctor de una posta médica en un paraje desolado de Arequipa, en las últimas horas se tejen hipótesis no muy sanas y más pegadas a los excesos que se invitan en fuentes de los lobbys de mineras y otros poderosos.

Pocos podrían alegrarse por la muerte de alguien, la cual no conduce a que este hecho nos lleve en sentido directo a la tristeza, la pena y el llanto. Un punto medio puede ser el gesto de indiferencia que coloca la Historia. Y así como está claro que los arequipeños la tienen muy clara y no olvidan afrentas políticas y excesos militares, es también ridículo los honores impostados hacia alguien que fue peón de una reina de color naranja.

Bueno, todos somos buenos en nuestros primeros días de abandonar la Tierra y meternos en la tierra. Hay que cumplir. Es parte del protocolo.

En Iquitos, la cantidad de tragamonedas es tal que sería indigno contarlos uno por uno. Pero por lo menos se cuenta con uno por cuadra (léase tragamoneda, no posta médica).

Las leyes son aburridas de leerlas, sobre todo porque no se cumplen o estas atentan contra el sentido común y el bien comunitario. Pero para muestra un botón. La ley 27153.

«Los establecimientos destinados a la explotación de juegos de casino y máquinas tragamonedas, no pueden estar ubicados a menos de 150 (ciento cincuenta) metros […] de iglesias, centros de educación inicial, primaria, secundaria y superior, cuarteles, comisarías y centros hospitalarios».

Frente a la Compañía de Bomberos Voluntarios de Belén No 41, hay un tragamonedas, si no son más. Y para quienes sostengan que la compañía de bomberos no se ajusta a la denominación de cuartel ni comisaría, en la 1ª cuadra de la calle Morona se ubica una comisaría de Iquitos, y a treinta metros de esta – la principal y más antigua comisaría de Iquitos–, un casino-tragamonedas y una casa de apuestas.

En contraparte, en una ciudad de alrededor medio millón de habitantes, se cuentan tres librerías. Una donde el propietario no ve diferencia entre venderte un ladrillo y un libro, pues con sus gestos y amabilidades es como si te tirara un ladrillo en la cara. Otra cuyo cuartel general se encuentra en Lima, y la sede de Iquitos es un puesto de avanzada en medio de la selva, y una tercera, pequeña, curiosamente ubicada a unos pasos de la UNAP, y espero equivocarme de todo corazón, muy poco asistida.

Al amigo le replico que más que profesores de lengua y literatura, quienes ejercen el rol de docentes de comunicación están dados a enseñar lengua, la aburrida gramática y la sintaxis antes que literatura.

«¡Les estás dando un elogio!», me replica. Agrega que sería un halago que por lo menos fueran eso. No estoy al corriente. Espero que tenga conocimiento de causa cuando me dice que sus colegas creen que enseñar lugar y fecha de nacimiento del autor, enlistar las obras que escribió y nombrar la corriente literaria a la que pertenece es enseñar literatura.

Es más, hasta la frase “enseñar literatura” es general e inexacta, un enunciado vacío y hueco, si se entiende que poesía, novelas, cuentos, fábulas, mitos y leyendas forman parte de la vida y que esta no se enseña en sentido estricto, sino se comparte y se disfruta. Cuestionar no la utilidad y el precio sino el valor de un poema, de un memorable poema, por ejemplo, es como cuestionar el valor de un recuerdo de infancia de alguien.

El amigo este me dice que debe alistarse, que ya seguimos hablando. Le digo que ya, que está bien. Antes de colgar, me doy cuenta que todo se trata de tragamonedas. La escuela no tendría que preocuparse en amar la lectura si no en enseñar a leer si los libros no fueran inaccesibles, y si es que en casa hubiera libros.

Antes de irse, Juanjo organizó una pequeña feria, algo así como una venta de garaje de libros, con el fin de recaudar fondos para que con estos el proyecto continúe. En la Biblioteca Amazónica, despidiéndonos, entre los cuatro gatos que asistimos, «¡Cómo es que al loretano no le gusta leer!», exclama. Los libros volaron, como se dice. Hubo demanda y han quedado contados ejemplares. Y claro, la sustancial diferencia, el precio, precios accesibles.

Diez soles, veinte soles, treinta soles para un surtido menú de autores y géneros es grato y realísticamente pagable. No cargo pañuelos ni ese tipo de cosas. Después de colgar, por alguna razón, del teléfono resbalan gotas. Debe ser por la inusitada ola de calor de estos días.