El señor Ron Hubbner apareció de improviso en la ciudad de Iquitos ofreciendo, al contado o a crédito, sus refugios subterráneos. Esos sitios blindados eran anteriormente guaridas para resistir la hecatombe del fin del mundo. Eran lugares blindados, a prueba de sismos, soportaban los cambios climáticos, las radiaciones solares, los huaycos repentinos. La demanda anterior no agotó la oferta y, como no había ocurrido semejante catástrofe definitiva, el susodicho quería vender esas covachas a todos aquellos que tuvieran inconvenientes serios en sus vidas. Ofrecía la huida o el enclaustramiento como únicas salidas a los desastres.
Los refugios estaban ubicados en lugares seguros de toda la tierra y el negociante quería venderlos a las personas que tuvieran dificultades con la creciente. Hizo su entrada anunciando a los cuatro vientos que las aguas no debían ser estorbos gracias a esos subterráneos blindados. Escondidos en esos sitios los afectados iban a poder resistir a cualquier río desbordado, inclusive la furia del caño de la Ricardo Palma. Pero sucedió que luego de algunas compras para huir de las inundaciones, los refugios fueron adquiridos por ciudadanos de ambos sexos que querían huir de otros males urbanos. Esos males eran un montón de inconvenientes que sería largo de enumerar y que incluían a los temibles piratas de los ríos, los comandos de Fernando Meléndez que exigían puestos de trabajo a diestra y siniestra, los comechados de la prensa y tantas otras lacras.
En la callada y secreta encuesta que hizo este columnista descubrió un rubro abundante y que eran los padres y madres que le tenían terror al complicado inicio de clases. Antes de la fecha fatídica, de los gastos, las cobranzas, los cupos, los diezmos y otros muertos y heridos, ellos y ellas optaron por adquirir un refugio subterráneo ofrecido con bombos y platillos por el empresario norteamericano.