¿Qué te pasó, Adán?
Por: Gerald Rodríguez. N
Hace doce años, cuando por primera vez tuve que ir a vivir en la ciudad de Requena, entonces era como cualquier otra ciudad con su plaza provinciana, su gente trasladándose a pie desde alejados lugares hasta el mercado; una ciudad con sus colegios católicos, sus calles de barro, su silencio apaciguante que caracteriza a los pueblos amazónicos y que es digno de un pueblo tranquilo sin sus líos que aclarar.
Entonces era un estudiante de secundaria que gustaba de la declamación y las lecturas literarias. Entre mi generación requenina estudiantil, no creo que existía algún palomilla que compartía mis gustos, era yo y la inexplicable rareza de gustar por las lecturas y la declamación. Creía que a mi edad algo raro me podía estar pasando. Fue entonces que la ciudad de Requena se encontraba de santo, y que el profesor de arte me había separado un lugar en la programación del día central para declamar un poema de no sé qué autor. Llegué a terminar con mi declamación y pasé a ocupar un lugar entre los que esperaban participar. De la nada vi una persona muy elegante que se acercaba hacia mí, me felicitó por la declamación, adjuntándome unos consejos que otros. Yo no tenía el más mínimo conocimiento de quién se trataba. Entendí todo cuando pronunciaron un nombre invitándole a salir al estrado para una declamación poética. Entonces el tipo que me había sacudido con sus consejos del arte de la declamación, pisó fuerte, botó el chicle que tropezaba en su boca y salió al público. Cuando yo salí a declamar, solo los aplausos de unos cuantos palomillas de mi salón de clase habían sonado en el lugar, creo que toda esa monstruosidad de gente aglutinada en ese lugar, como en los aniversarios provincianos, no sabían quién era, quizá por eso no aplaudieron, pero cuando salió ese dandi requenino, todos los presentes aclamaban su nombre y una tempestad de aplausos se rendía ante sus pies. Su declamación tuvo algo de brillante, de pasión y de locura. La gente lo quería.
Después de tantos años, me lo vuelvo a encontrar ya no solo como el declamador, sino también como poeta, Adán Seopa. Esta vez no lo encontré en ningún estrado de aniversario, sino que ahora lo encuentro en la vereda de la Unidad de Gestión Educativa Local de Requena vendiendo creaciones propias en formatos artesanales y manufactureros, literatura que ofrece a los docentes de esta ciudad para que tengan algo que llevar a sus alumnos. Él, vestido con una camisa con trazo shipibo, con un largo collar de huairuro colgándose del cuello, con brazaletes también de huairuros enroscados en ambos brazos y viéndole ahora tan distinto por su vestimenta y por la edad que le empieza a cobrar factura, le pregunto: ¿qué te pasó, Adán?
Mientras que él va vendiendo sus relatos a los andariegos maestros, les anuncia que sale su próximo libro sobres sucesos amazónicos; crónicas de un tiempo pasado que en la ciudad se sabe poco. Respecto a la pregunta que le hice y cuando trata de responderme, alguien pasa y le saludo con un nuevo nombre, Cristo de topa. El responde al saludo, y me explica que lo llaman así porque su primer poemario lleva el mismo nombre. Realmente me dice que se siente decepcionado por los grandes cambios que sufre nuestra Amazonía y que él trata de valorar siendo un actor directo mediante la vestimenta. Me habla de la historia de Requena, y que cómo con la llegada del cura Agustín López Pardo empieza un ciclo de cambios para los Cocama cocamillas, los Matzés y los Capa nahuas que han ido desapareciendo y huyendo de los brutales cambios del tiempo: la invasión católica, la llegada de los caucheros, la explotación de indios en el alto Tapiche para extraer yute, madera, entre otras oficios, y que el estado nunca hizo nada para defender a estos hermanos que de la cual muchos de nosotros desciende. Claro que Adán ha sido objeto de burla por su forma de vestir, me cuenta, pero esta es una manera de realzar una identidad perdida.
Requena, y sus orígenes, nunca estuvo ajena a las vejaciones de los patrones, de los curas y de los extractores. Adán me pide que le compre algo, yo le compro, y sigo viéndole con su camisa Shipiba y sus collares de huairuros trasladándose por toda la ciudad.