Puta madre

Daniel Pérez es el último hijo de Julio, un campesino que conoce la historia de la revolución cubana no solo porque la vivió desde pequeño sino porque cree en ella y la defiende con la palabra, arma letal. Él vive feliz a 20 kilómetros de La Habana, cerca de Punta Brava, una zona de agricultores y de gente dedicada al campo. De sus tres hijos, dos viven con él. Los varones. “Lo mío es el campo, no entiendo la vida de otro modo”, dice con firmeza caribeña Daniel mientras nos pasea por su territorio.

Tiene más de 40 vacas, unas tienen tres y cinco días de nacidas. Las cuenta todos los días, como todos los días ordeña de cada una de ellas 15 litros en la mañana y quince más en la tarde. Lo entrega a la cooperativa cotidianamente, de lunes a domingo. Por ello recibe mensualmente cierta cantidad de dinero. No puede matar ni una sola vaca, sin antes pedir permiso al Estado. “Porque el ganado está muy escaso y tienen que controlarlo”, confiesa risueñamente mientras se estira para coger una guayaba y se estira menos para, desde un mismo árbol, entregarnos una naranja agria y otra dulce. Daniel, joven y laborioso, ha propiciado lo que llamamos injerto de tal forma que de un mismo árbol tiene dos frutas. Ya tú sabes, diría un cubano. A pocos días de sembrado, antes que llegue a los diez centímetros desde la tierra, le agrega la planta de la naranja agria al árbol de la dulce y solo tiene que esperar las frutas. Tiene cerdos, cerca de cuarenta había contado hace algunos días. Pero se quedó con diez porque tuvo que venderlos por la escasez de alimento. Los puercos no comen un día y adelgazan una barbaridad, compadre, nos dice. Cuando vuelva el alimento tendrá más. Porque de las que nunca se deshace es de las buenas parideras y los buenos padrillos. Le aseguran la crianza y la economía. Y hasta se da tiempo para cosechar un ají que llama “puta madre” porque pica como candela.

Daniel es un joven feliz que, terminada la época de colegial, se fue a una escuela técnica de la que tuvo que retirarse porque tenía la intención de aprender mecánica pero se dio cuenta que todo lo que allí se impartía él ya lo sabía y prefirió quedarse en la granja de su padre y criar, sembrar y vivir porque, según nos dijo esa tarde -mientras tomábamos la leche de la casa, bebíamos refresco con limón de la casa-, decidió que pasaría el resto de su vida en estos parajes.  Porque lo suyo es el campo y la escuela ya le dio lo suficiente como para aumentar el ganado, sonreírle a la vida y recibir con la amabilidad caribeña a dos tipos que llegaron de la Amazonía peruana en busca de la felicidad y con un sorbo de café creen haberla encontrado.

2 COMENTARIOS

Los comentarios están cerrados.