Hay una imagen siempre que puede mi padre me la suelta: estoy desfilando en tiempos escolares llevando una bandera ¿ahí empezó mi alergia a las banderas?, ¿a ese patriotismo de tufo militarista?, ¿fue acaso mi punto de inflexión? En verdad, nunca me sentí cómodo entre las banderas, himnos patrios y otros aderezos de enaltecimiento a la patria. No sé, pero desconfío de las personas que portan banderas. Me parece que las banderas es una tapadera de muchas injusticias y olvidos, quizás sea el modelo de Estado- nación que no respeta la pluralidad de otras sensibilidades. No creo en los héroes nacionales, creo más bien en las personas de a pie honestas y justas que están comprometidas y solidarias con su ciudad, con las personas de la vecindad. Desde mis años de juventud me acojo a la prédica estoica de que la patria es el mundo, la gran ciudad. Es un tema de mi particular cartografía que no se circunscribe a los mapas de naciones, estas son vistas como parte de una ciudad de las tantas existentes. El mundo de las delimitaciones nacionales debe ampliarse a igual que nuestras mentes. Siento que con las construcciones de las fronteras de un país se estrechan los corazones y las mentes, se levantan muros segregacionistas. Pero si tengo que aceptar, a regañadientes mi cuota de realidad, esta división es por cuestiones administrativas, no me queda otra pero estoy dispuesto a prestar simbólicamente esta ciudadanía global- me explico, no sería una ciudadanía cosmopolita cómoda sino la de gritar cuando se observa una injusticia. Por todo este rollo no deja de sorprenderme de mi paso por este país que a la primera de cambios las personas levanten banderas casi instintivamente. La cuelgan en sus casas sea en Madrid o Tarragona. Las miro y pienso esas banderas son badenes para un diálogo más amplio. Hay tal cantidad de banderas que corresponden a la cantidad de narrativas que atraviesan ese rico país que no se escucha, que solo se grita. Todo lo que esconde una bandera.  

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