Negro Sánchez

Escribe: Jaime Vásquez Valcárcel

Eduardo Sánchez
Eduardo Sánchez

 Una vela para el negro, pero una vela siempre encendida como si fuera esa llama olímpica que tantas veces enseñó a encender y llevarla siempre en alto, pegada en el pecho y en el corazón, como dice el himno de los agustinos de Iquitos.

Son las tres de la mañana en el verano limeño. Hace varios días que el insomnio que me persigue tiene un nombre: Pablo, el patrón del mal. Cerca de las cinco de la mañana un sonido me anuncia que ha llegado un mensaje de texto: “el profesor Eduardo Sánchez ha muerto hoy en la madrugada”. Espero unos minutos y llamo a su esposa. Con voz entrecortada, palabras interrumpidas por el sollozo la profesora me confirma la mala nueva. Termino la conversación y cierro los ojos, ordeno el ordenador y no me salen las palabras. La maldita página en blanco. No por falta de letras sino porque ¿saben?, les confieso: después de Maurilio Bernardo, ahí juntito: Eduardo Sánchez García será el mejor profesor que mi juventud ha tenido. Y me encanta que esta aseveración mía no sea aislada sino compartida por muchos contemporáneos y también de otras generaciones. Así lo prueban los correos que llegan a la web del diario. Dejemos las confesiones y cerremos los ojos.

Es un poco más de medio año de 1982 y el negro Sánchez está sentado con un grupo de jugadores, todos ellos adolescentes, en la vereda del colegio “Miguelina Acosta” de Yurimaguas, ciudad a donde hemos llegado para jugar el interescolar contra los muchachos de “Anastasio Jáuregui”. Ahí, sentado junto a una decena de muchachos, el que habla es el negro. Nos enseña sobre la vida, nos comparte su experiencia, nos habla de su familia, de sus sueños, de sus añoranzas. Todo matizado con las impertinencias chambonas pero agradables de Tedy Tapullima, a quien él y todos llamábamos “Tapulay”, en una versión extranjerizada de su autóctono apellido. Ahí comprobé que los profesores no son aquellos que llegan a las aulas con su regla y cuaderno de notas, sino los que te hablan horizontalmente, los que te conversan de tú a tú. El negro parecía un apóstol. Miento, no parecía, era un apóstol. Todos le hacíamos bromas, pero le respetábamos como el carajo. Era nuestro profesor de Educación Física pero nos educaba para la vida. Mi relación con el negro tiene un antes y un después de ese viaje. Y desde esa fecha nunca nos perdimos de vista, hasta pocas semanas de su muerte.

 Ya conocida su partida he aguantado las lágrimas. Hasta el momento que escribo éstas líneas en la que siento que mi mejilla se humedece. Humanos somos ¿no? ¿Y por qué lloro? Me pregunto y ensayo miles de respuestas. Será que lloro porque la nostalgia me traslada a las tardes de deporte en el intento de dar la vuelta a la circular y el negro, cronómetro en el cuello y silbato en los labios, daba la partida y antes que iniciáramos el recorrido ya sabía quiénes iban a sacarle la vuelta. Unos subiéndose a los camiones que trasladaban caibros por la curva. Otros, que en lugar de la curva entraban por “la Jorge Chávez” para acortar camino”. Varios sacando la lengua y creyéndose los físicamente correctos cumplían la tarea. Todos, una vez llegados a la Plaza 28 de Julio, no solo recibíamos la nota, sino la descripción del periplo que intentábamos engañar. Será que lloro porque recuerdo al negro motivándonos a ser mejores, a no dejarnos vencer. Y, claro, eso marca, conmueve, y lo mejor: es inolvidable. Y lo que es más importante para cualquier ser humano: lo hizo inmortal. Y, claro, lo convierte en eso sin proponérselo, sin pisotear a los demás. Una vela para el negro, pero una vela siempre encendida como si fuera esa llama olímpica que tantas veces enseñó a encender y llevarla siempre en alto, pegada en el pecho y en el corazón, como dice el himno de los agustinos de Iquitos.

Otra característica del negro fue que en el pecho llevaba el águila de San Agustín. No solo la insignia del colegio –que ya es decir mucho- sino los postulados del santo de Hipona. Acudía religiosamente a la misa dominical, con comulgación incluida. Y uno cuando lo veía notaba que no era una pose, era su rutina semanal para agradecer a ese Dios que todo lo puede y todo lo logra. Por eso no exagero cuando señalo que –para este pechito- Eduardo Sánchez García está en la categoría de Maurilio Bernardo Paniagua. Era asiduo concurrente a misa, pero no estaba entre los cucufatos, que tanto abundan en el colegio de Agustín. Era respetuoso de la jerarquía y por ello acataba las directivas del colegio, pero nunca cruzaba la frontera de la sobonería, del que tan impregnados están varios docentes del colegio. Lo repetiré cuantas veces sea necesario. Sus arengas antes de los partidos estaba ligada a que los del San Agustín somos los mejores, que no hiciéramos caso a quienes decían lo contrario. Que el colegio de la ciencia y el amor no solo estaba para liderar los torneos deportivos sino los científicos y recreativos. Y eso marca. Eso es pintura indeleble pegada en la dermis y en la epidermis. Nos cogía en tercer año de Secundaria y era muy difícil no ser su amigo. Porque nos trataba como igual y nuestro deber era no ser igualados. Alguna sala, torneo o convocatoria debería llevar su nombre. Sería un justo homenaje. Por ejemplo, los agustinos deberíamos emprender una campaña internacional para que los ex alumnos de todo el mundo muestren las fotos que tienen con el negro y las exhibamos el último sábado de este año. Por ejemplo, los agustinos deberíamos llenar de fotografías las paredes del colegio ese sábado de diciembre donde él se entregaba a los recuerdos de los ejercicios ya olvidados.

Otro recuerdo recorre mi mente mientras las lágrimas aumentan por mi mejilla este día que se cumple una semana de su muerte. Por esas cosas de la vida varios de los alumnos del quinto C de esa promoción 1983 estábamos exonerados de las clases de Educación Física. Pero mandábamos al diablo esa condición porque ya sea con los guantes de box, ya sea con el taburete, ya sea con la pelota de fútbol o de básquetbol uno no podía perder las clases. Él se las ingeniaba para contribuir con los apodos tan frecuentes en esa edad y como parte de la formación lanzaba estribillos a quienes no tenían destreza para los ejercicios varoniles. Se mofaba de los que carecían de aptitudes para las ranas, abdominales y otros ejercicios, pero nunca su burla era con mala leche. Mandaba apanados, también. Y, conociéndolo, seguro que en esos ejercicios vespertinos con los que despertaba nuestras habilidades para algún deporte él veía una forma de entretenerse y someterse a su vocación de toda la vida: enseñar Educación Física.

Párrafo aparte merecen los torneos de fulbito que no solo en diciembre permite juntarnos. Pues a lo largo del año se organizan varios y él era un presidente de mesa justo y necesario. Y mientras controlaba el orden no perdía el tiempo para empinar el codo. Sin exageración. He participado –por vocación- de varias jornadas con él y juro que nadie se aburría. Es que a cada brindis seguía una anécdota. Dentro y fuera de las aulas. Conocía a varias generaciones que pasaron por el colegio. Tenía como alumnos a hijos de sus alumnos, no sé si nietos de sus alumnos. Pero esas anécdotas emocionaban cuando eran narradas por ese profesor de piel oscura pero de un corazón tan blanco.

Su última presencia en el colegio de sus amores
Su última presencia en el colegio de sus amores

Finalmente y mientras contengo las lágrimas, termino esta nota que no intenta ser necrológica sino un canto a la vida, una reafirmación que la muerte lleva el cuerpo pero jamás el respeto hacia quienes lo padecen. Por esas cosas de la vida he podido estar con ex alumnos durante el velorio del negro. Y ahí he comprobado que tanto los más recientes como los más antiguos alumnos le tenían aprecio. Respeto. Cariño. Estuve la mañana en que su féretro recorrió el patio del colegio como una despedida a un hombre que nunca morirá y con felicidad –vaya paradoja la mía de hablar de felicidad en medio de tanta tristeza- me convencí que ha dejado huellas en todas las generaciones que han pasado por sus enseñanzas. Y esa mañana aguanté las lágrimas hasta estos momentos en que escribo éstas líneas y no puedo contenerlas porque es inmensa la pena, la congoja. Y es inmensa porque aún no he podido superar la escena en que veo que una mujer se quiebra ante el féretro de su esposo y no me es posible olvidar el cuadro donde unos hijos con igual pena que gloria dicen adiós a un padre. Al ver el ataúd levantado con el cuerpo de Sánchez he recordado las veces que intentábamos –con más palomillada que deseo- levantar su humanidad para celebrar un triunfo mientras él corría en círculo como un niño. Esa mañana he cerrado los ojos, he levantado la cabeza y entre mis labios he pronunciado: Dios te tenga en su diestra, profe, porque de personas como usted es el reino de los cielos, amén.

 

 

1 COMENTARIO

  1. Que recuerdos grandes de mi niñez y adolescencia, al haber pasado por esas aulas; al primer pensamiento de mi Colegio se me viene a la memoria los personajes que son íconos del San Agustin como Laureano, Silvino, Maurilio, Rodríguez de Lucas, compañados de los Profesores Mister Deen, Sánchez, Severo Linares, Angulo, Margarita, Elmira Amaya, Duilio León, Luis Bocanegra, Baldomero Ramos, Antonio Bartolo, Fernando Rios y otros que no recuerdo su nombre que dejaron huellas imborrables en la formación de muchos agustinos. Hoy que se acaba de ir a la eternidad otro personaje agustino, solo me queda decir un hasta pronto Profe Sánchez, algun día nos encontraremos y nuevamente volveremos a ser sus alumnos.

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