Era muy niño cuando me mostraron el rostro apacible de mi abuelo materno que se había ido al otro barrio. Todavía conservo imborrable su adusto rostro, sus cejas blancas, la camisa de manga larga y parecía que dormía un largo sueño en el féretro. Mis recuerdos de él, del abuelo, son de ráfagas, le gustaba fumar mucho el tabaco hecho por él mismo. Así en esos fragmentos que nos depara los recuerdos, me viene a la memoria la vez que asistía a un colegio cerca de casa, era en jardín. Iba a clases, pero muy libre, tan libre que en los recreos me volvía corriendo a casa y regresaba al cole. En la misma clase estaba una niña de piel aporcelanada, de cabello negro, de ojos un poco rasgados, y muy espigada. Mi impresión era que ella levitaba al caminar. Me he olvidado el nombre de la niña. Un día llegó la noticia que había fallecido, causó alborotó en el aula. Fue tan repentino que nos dejó patidifusos. Ella vivía casi al frente del colegio. En curiosa multitud acudimos a su casa. En esos mismos momentos, su padre que era carpintero, con mucho dolor, construía un ataúd de madera. Cada golpe del martillo me dolía el corazón. Para mí era una escena desgarradora. Mientras tanto la niña descansaba en el suelo con unas velas encendidas alrededor. Me impresionó todo dejándome por un tiempo en un limbo existencial morrocotudo. Esa relación con la muerte en la floresta es la que asaltaba de preguntas. En mis años verdes de la universidad recuerdo el cortometraje de “Radio Belén”, la voz del radioperiódico iba escupiendo noticias. Desde saludos, fiestas, avisos y, de repente, un obituario, con la música escogida para la ocasión, de congoja. Esa vinculación cotidiana de la vida con la muerte está, sin estorbo ni miedo, presente en la vida social de Isla Grande, así mi padre y hermano cuando hablamos me citan como noticia la relación de defunciones por la ínsula. En el antiguo jirón Lima, hoy Próspero, estaba ubicado una funeraria con un letrero grande con el nombre del negocio, siempre que pasaba me quedaba dándole vueltas, especialmente, por el nombre de la funeraria que mostraba, de alguna manera, como nos tomamos la muerte en las ciudades del trópico. El nombre de la funeraria tenía el nombre del exergo de esta crónica: Modus vivendi. Nos decía, en buena cuenta el empresario de este fúnebre negocio, que la muerte o mejor dicho enterrar a los fallecidos era una forma de vivir o de ganarse la vida. Así, sin más y sin dolor. 

  1. D. Algunos amigos me comentaban que al entrar en algunas funerarias insulares te topas con un letrero grande que dice: ¡Bienvenidos¡

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