ESCRIBE: Jaime Vásquez Valcárcel

Twiter: @JaiVasVal

 “Yo me casé muy tierna, sin disfrutar mi juventud y a mí me gustaba el baile y ahora que tengo la oportunidad de bailar no pierdo la oportunidad, por eso quiero celebrar mis 80 años, con mis amigas y mi familia, mis hermanas, hijos y nietos”. Le pregunto por qué quiere celebrar este cumpleaños con todos los ingredientes festivos: tarjeta, serenata, hora loca, rosquitas, ñutos, turcas, serpentinas, trago y, claro, buena comida. Y ella se coge el rostro y en esa dermis está reflejada toda su vida.

Todos intentamos recordar los primeros detalles de nuestra niñez, de esa edad que la catalogamos como maravillosa. Pocos, poquísimos nos tomamos algo del tiempo para conversar con nuestras madres sobre los primeros años de ellas. Y, los menos, dialogamos con ellas sobre sus vivencias y lo que hicieron y dejaron de hacer para criarnos. Consciente de ello ocupo buena parte de mi tiempo en recordar junto a ella lo que hizo en los años previos a la formación de su familia y lo que hizo en los años que tuvo que ser la que sostenía emocionalmente el hogar. Así me he enterado que al mes de conocerla ya Carlos Toribio le estaba proponiendo matrimonio, provocando la oposición de su padre, como era la costumbre en la época.

La señora Julia Judith es una ciudadana de su época. Desde 1939 hasta este 2019. Su niñez fue la de alguien que tiene un padre respetado en el pueblo, autoridad ciudadana, poseedor de una bodega a donde todos acudían para abastecerse de los víveres, ya sea al crédito o al contado. Su juventud y soltería fue efímera porque el amor de Carlos le llegó cuando había cumplido recién los 17 años. En 1956 Barranca era un pueblo desconocido y muy cerca de ese puesto militar estaba el fundo “Estrella”, propiedad de los padres de quien se convertiría en su esposo. El machismo no sólo imperaba en la relación esposo/esposa sino que los padres contribuían a ello. Ya casada, imagínense, a su esposo no le gustaba bailar con ella y en el extremo ni siquiera le llevaba a las fiestas. A pesar de los años transcurridos ella no puede evitar las lágrimas al recordar que por ese celo hasta se había olvidado de bailar y que no entiende ese comportamiento porque ella nunca le dio motivos. Tanto no le di motivos que, ya transcurridos 20 años desde que su esposo falleció, ella ha dedicado su tiempo a los suyos y ha mantenido un respeto militante al juramento que hizo un 20 de enero de un año que nunca olvidará.

Ella vivía cerca de Barranca, una guarnición militar que cambió el modo de vida de los pobladores del Alto Marañón. Todo transcurría con normalidad, las lanchas llegaban con nuevos soldados, los regatones pasaban por el pueblo, la creciente y vaciante no sabía de cambios climáticos. Hasta que se produjo una trifulca militar. Llegaron muchos oficiales al pueblo y Carlos Toribio, quien sería su pretendiente tan solo un mes, instaló una bodega para abastecer a los nuevos residentes. Fue ahí donde conoció a Julia Judith y seguro pensaría que había llegado el momento de formar una familia. Con las artimañas propias de los enamorados de ese tiempo su futuro esposo se las ingenió para medir el diámetro de su dedo, sin decirle que era el paso previo al anillo de compromiso. Así, a los pocos días, tuvo enfrente al enamorado solicitándoles matrimonio con fecha y todo.

Eran las épocas donde si alguna jovencita quería estudiar en mejores condiciones era enviada a Yurimaguas. Ella no veía en eso un futuro y decidió quedarse y casarse. Él, enamorador al fin, tuvo la sutileza de pedir la mano entre broma y broma, aún sabiendo que era una decisión demasiado seria. Ella tenía todo en su casa, pero sabía que con Carlos Toribio estaría mejor. Cuando le tocó radicar en Iquitos, primero no se adecuaba al cambio porque en Barranca tenía todo a la mano. Chancaca para endulzar hasta la vida, carne para el sanchochado y el asado, arroz y frejol y plátano ni qué decir. Todo a la mano. Pero a pesar de esa abundancia, 63 años después, cree que el haber aceptado a don Carlos como esposo fue una de las mejores decisiones. “Soy una mujer feliz, a esta edad”, me dice y parece que sus labios pronuncian palabras que las ha ensayado. Está sonriente en la cocina de su casa en la calle Putumayo mientras, amante de las fotografías, busca y rebusca las imágenes que la inmortalizan sentada en el pasto de Barranca, recibiendo el sacramento del matrimonio, rodeada de sus primeros hijos.

Ya con esas ocho décadas, hoy recuerda las conversaciones que sostenía con Carlos Toribio en la vereda de su casa en Iquitos. Y donde ambos coincidían en que ya habían cumplido su rol en la tierra porque sus hijos estaban donde tenían que estar. Claro, ninguno presagiaba que la muerte llegaría al marido de tan inesperada manera. Ya con la tranquilidad que brinda 20 años de estricto luto, me dice con esa coquetería femenina que me imagino habrá sido uno de los motivos por los que mi padre se enamoró de ella: “Nadie hubiera presagiado que desde las riberas del Marañón me iría muchos años después al África”. Y es verdad, y está bien que se jacte de ello. Llegó hasta Nigeria, luego a Niger bajo el pretexto de cuidar a una de sus nietas que en ese lejano continente tenía a su madre un tanto desprotegida de las enfermedades tropicales y los quehaceres domésticos. Sus hijos finalmente, le hicieron conocer las ciudades más inimaginables. En uno de esos viajes, cuando aún podía trasladarse sin ningún tipo de compañía, pasó por Amsterdam para luego llegar a Milán. Cuando sus nietos le preguntan cómo así se atrevió a emprender esos periplos se limita a contestar “quién hubiera pensado que conocería tantos lugares”.

Hemos hablado 2,340 segundos de una tarde nostálgica. Ella, se ha preparado de la mejor manera posible. Se ha maquillado como si fuera el día de su boda, se ha depilado como cuando cumplió las Bodas de Plata matrimoniales y celebró una misa en la iglesia Matriz. No es para menos. Porque ella, que ha sufrido tanto, está preparando la celebración de los 80 años como si de su boda se tratara. Los que la ven por estos días, se quedan sorprendidos de lo ilusionada que se encuentra. Junto con Silvia, la tercera de sus hijas que radica la mayor parte del tiempo en Iquitos, afina todos los detalles.

Al saber esas noticias, a 1,012 kilómetros de distancia, trato de retroceder en el tiempo e imaginarme el día de su boda y junto a ella recordar que ya saliendo cogida del brazo de su esposo hubo una fiesta precedida de una caravana de motores, peque peques y canoas que llegaron hasta el fundo “Estrella” allá en el río Marañón, con el bullicio nupcial que se alzaba por las aguas. “Me he sacado el ancho criando a mis siete hijos”, me dice en más de una oportunidad y, mientras la abrazo, ella me confiesa que su esposo sembraba yute, arroz, frejol con préstamos del banco agrario y ella le ayudaba en las labores agrícolas y domésticas. Aquel diciembre del año anterior al que dejaría la soltería ya es  cosa del pasado y en el resumen de su vida, me quedo con esta frase: “Soy una mujer feliz a esta edad”. Y así la queremos los que la amamos: siempre feliz, siempre sonriente, siempre orgullosa de lo que ha hecho en esta vida. Porque ella me dio la vida al igual que a seis de mis hermanos, dieciséis nietos y una bisnieta que, ojalá, seamos felices siempre.