El domingo último, el  señor Joseph Blatter jugó su acostumbrada pichanga en el campo del penal de San Jacinto. Nadie que le viera tan lerdo y lento con la pelota, tan propenso a la zancadilla, tan ávido por caerse, tan propenso a reclamar al árbitro circunstancial, sospecharía que en algún momento de su vida el aludido vivió a lo grande gracias al esfuerzo pelotero ajeno. La entidad que dirigía no metía ni autogol pero se chumaba una fortuna, especialmente en tiempos mundialistas. Como todo el mundo sabe en el Brasil se estaba jugando el último mundial pelotero cuando todo hizo crisis de repente.

En los pronósticos andaban en vigencia  y ya  iba a campeonar tal o cual equipo, ya se iban perfilando los mejores jugadores, ya circularían los cheques por diferentes pagos, cuando estalló la crisis en toda su estatura. Los árbitros dejaron de trabajar en pleno partido y se crucificaron al pie de los arcos,   pidiendo a gritos aumento de las miserias que les pagaban por correr soplando un pito. Los mismos jugadores dejaron de ir a los camerinos porque ganaban muy poco y entrenaban duro y parejo. Los entrenadores escondieron sus planos, sus esquemas y sus estrategias y pidieron más molido para dirigir a las selecciones.

Y, finalmente, los mismos aficionados a la pelota se dedicaron a comer y beber y dejaron de asistir a los estadios,  alegando que las entradas eran muy caras. Todos en su momento acusaban al tal Blatter de llevarse la parte del león y del elefante. Y tuvieron que intervenir las potencias mundiales para arreglar la situación de caos mundial generalizado. Después de encendidos debates la única salida que se encontró fue atrapar, juzgar y sentenciar al señor Blatter. Ello ocurrió en un segundo y la sentencia fue reclusión en un penal lejano y en el territorio de un país de palanganas que ignoran lo que es un  mundial de fútbol.