Hace unos días leía en los diarios dieron cuenta en las noticias que una persona mayor había fallecido en su domicilio y nadie se percató del deceso. Ni sus vecinos ni nadie. Pasó a mejor vida sin despedirse, ni decir adiós. Unos amigos me comentaban de un caso parecido. Un señor solitario con traje y corbata, saludaba lo justo. Acudía todos los días al bar y pedía una caña, no hablaba con nadie, la bebía tranquilamente y luego se iba despidiéndose cortésmente. Se sabía, era el runrún, que el señor tenía una casa en la sierra e iba a pasar temporadas por allí. No le conocían familiar alguno. Los camareros notaron que hacía varios días que el trajeado señor no iba por su caña, dijeron que tal vez se haya ido a su casa de campo. Pasaron varios meses y los camareros del bar se enteraron por el telediario que el señor de buen vestir y de hablar austero había muerto en su domicilio y los vecinos no habían notado nada extraño. Poco a poco fueron reconstruyendo su historia y fueron encontrando algunas pistas. Un buen día esta persona por voluntad propia decidió echar el cierre con la sociedad, con los amigos y familiares ¿habrá tenido una depresión profunda? No lo podemos saber. Quería tener el contacto mínimo con su entorno, lo justo para que él se pueda desplazar de un lugar a otro sin incomodar a nadie. Una férrea conducta de aislamiento. Estaba presente en el bar bebiendo una caña pero en verdad él hacía mucho tiempo no estaba aquí ¿a dónde iría?, ¿por qué esa decisión tan drástica?, ¿se cansó del mundo, de la humanidad? Esa actitud de agotamiento existencial me recordaba a lo decía el vate de Santiago de Chuco, “nací un día en que dios estaba enfermo”. Esa sensación de desfallecimiento me hacía pensar mientras que Robinson Crusoe estaba en una isla, él, este caballero, era una isla al océano de gentes que lo rodeaba. Había roto con ese mundo externo que poco le importaba y lo llevó hasta las últimas consecuencias de morir solo.

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