Yo era un muchacho. Era junio de 1990. Estaba convencido que mi función en la vida de esos tiempos era leer y escribir. Había regresado de Lima con el título bajo el brazo. Era periodista y con ello pensaba ganarme la vida. Disfrutar de la vida. Y una manera de hacerlo era pensar, leer, escribir. A pesar que ya había leído las broncas locales y nacionales entre colegas no me imaginaba que sería protagonista de una de ellas. De varias de ellas, en verdad.

Por esos tiempos estaba convencido que la mejor manera de ejercer el periodismo era dándome a la tarea de escribir. Solté mis anclas en la cuadra tres de la calle Putumayo en el semanario católico Kanatari y, desde esa tribuna/trinchera, redactaba crónicas, resumía los hechos diarios, tecleaba opiniones y combinaba la calle con la oficina como nunca lo he vuelto a hacer: con fruición y pasión.

De lunes a viernes me dedicaba a eso. Los viernes en la noche deambulaba por algunos centros nocturnos que olían a aserrín con petróleo y los sábados en la mañana tomaba mi recreo en la redacción. En la tarde practicaba fulbito y en las noches volvía la jarana. Domingo era de fiesta: familiar y religiosa. Era una rutina semanal que, algunas veces, se trastocaba por las espontaneidades de la profesión.

Vivía para escribir. Me ganaba la vida de esa forma. Estaba claro que con el sueldo dolarizado y el shock fujimorista era imposible mantener mi ritmo de vida. La asistencia familiar con casa y comida era el salvavidas perfecto para una remuneración que apenas llegaba -en sus mejores tiempos- a 150 dólares y 300 soles por porcentajes publicitarios que amigos empresarios me facilitaban.

Así era cómo me ganaba la vida. Hasta que me gané enemigos. Aparecieron por generación espontánea. Como las mariposas o las cucarachas, es decir, con ciclos de vida y sin ningún objetivo en la misma. El punto de apoyo para esas enemistades era mi cercanía a Joaquín García Sánchez, cura que dirigía el semanario y al que acudí en busca de empleo y me dio la oportunidad de trabajar. En radios y revistas y en los diarios me dedicaban todo tipo de improperios. Siempre los he tomado bufonescamente.

En agosto de este 2016 que ya se acaba he vuelto a Iquitos para ejercer nuevamente el periodismo de forma totalizadora. Se entenderá que no me es posible escuchar, ver o leer todos los medios que desearía. Pero me dicen que los enemigos han reaparecido. En verdad no son enemigos en el sentido estricto del término. Son enemigos solitarios que, como en 1990, repiten insensateces ventrílocuas. Se comprenderá, además, que luego de celebrar las cinco décadas de nacimiento -cuatro de las cuales han sido polémicas y controversiales si recuerdo mí paso por el torneo “Pelota de trapo”- me tomo la libertad de “escoger” a mis enemigos. Y estoy convencido que dichos enemigos no están en la capital loretana porque hace varios años he comprobado que los más terribles enemigos que carga uno en la vida son la mediocridad y holgazanería. A ambas hay que combatirlas, eficientemente. Porque, de lo contrario, los holgazanes y mediocres, pueden creer que este mundo es el reino de ellos. Y ahí sí que mejor apagamos el televisor.