ESCRIBE: Patrick Pareja

Todo empieza una mañana fresca y calurosa, una mañana llena de amor y complicidad, de luz y pocas sombras, de aves y cantos, de belleza y nostalgia, de caza y alegría, de espera y angustia. Mariana, el personaje principal, está junto al amor de su vida, su esposo Alfredo. Ambos se adoran, tienen una vida plena. Todo es flores, aire fresco y mariposas. Hasta ahí todo es romanticismo y anhelo, todo está en su lugar. Pero como nada es gratuito en la vida —menos en la selva, en su real dimensión, la tragedia, la pobreza, la austeridad y el drama, arremeten contra las miles de familias que viven en la ruralidad del Perú—, y como se necesita sufrir para alcanzar algo de gloria, para tomar un pedazo de felicidad, para construir la felicidad, reciben la visita de seis salvajes que pertenecen a la tribu capanahua, la que tiene mala fama de ser antropófaga, que cocina a la gente y la come. Entonces, el relato se vuelve gris y extraño, turbulento. Empieza la desesperación, la desgracia, el dilema de si se debe tratar con educación a los desconocidos, ser amable, aceptar a los invasores, esperar que se aburran, se vayan y se lleven lo que quieran o, sencillamente, coger el fusil y aniquilar la preocupación. 

El esposo piensa demasiado, lo consulta, pide serenidad a Mariana, confía, y se equivoca, es asesinado. Las páginas se ensucian de sangre, de impotencia, de tortura. Mariana es arrastrada hasta lo más profundo de la selva, hasta una aldea rústica. La preocupación la mantiene despierta. Es cautiva.

Lo anterior, en resumen, es el inicio de Selva Trágica, de Arturo D. Hernández, publicada en 1954, y reeditada por Trazos Editores en el 2015.

La novela es un crudo testimonio de supervivencia, de aflicción, de dolor, de angustia. La historia es desoladora, no oculta la realidad, ni la pinta de flores o nubes de colores, ni los matiza con leyendas y mitos amazónicos. La realidad es descrita tal cual es: terrible; pues, Arturo D. Hernández es un profundo conocedor de la Amazonía, de sus ríos y pueblos, de sus curvas y demonios, de sus ambiciones y costumbres, de sus infracciones y desventuras, de sus matices y bondades. 

La historia es convincente, gana adeptos, no se guarda detalles y no abusa de ser reflexiva, como su predecesora Sangama, ni pretende ser didáctica, ni correctamente geográfica ni política. Mariana es un personaje que padece, llora e intenta sobrevivir. Su ansiedad prevalece y se siente, tiene al lector del cogote, lo pone en el sitio que corresponde, sentado y atento al desenlace. 

El narrador —en tercera persona— nos muestra paso a paso, en sus cuarenta y tres capítulos breves, lo que Mariana atraviesa, desde la rebelión y el desgano que siente, hasta las ganas y la decisión de mantenerse con vida. Mariana se toma su tiempo, planifica, observa, asimila la lengua de los nativos, concibe rutas y entiende que solo tiene una salida: ser paciente y convencer a alguien para que la apoye. 

Selva Trágica es, además, una confrontación de culturas, de idiomas, un intercambio de creencias y de mitos rotos, de enseñanza y laboriosidad; es un roce entre lo moral y lo inmoral, lo correcto e incorrecto, entre el pensamiento citadino y el sesgado de una tribu que prefiere seguir amando a sus dioses, a sus fogatas, luchar contra sus enemigos, comerlos, robar a las mujeres, repartiendo lo que no comprenden (como el divertido encuentro con las ropas, los enlatados y el acordeón, revisar las páginas 115 y 116). 

El narrador nos deja claro, desde el primer párrafo, que Mariana consigue su objetivo, que huye del cautiverio. Ella le cuenta el relato en el futuro: «El rostro apacible y bondadoso de Mariana, velado por cierto matiz de tristeza invencible, se contrajo en ángulos sombríos al decidirse a confiarme el intenso drama de su vida. Parecía tener delante un paisaje extraviado y horroroso, y sus ojos amarillentos y opacos, característica de quienes han llorado mucho, se entreabrieron con fulgor extraño al empezar su larga historia». Por lo tanto, la novedad radica en conocer el proceso, las decisiones que tomó, los hechos que la llevaron a maniobrar el escape, los mecanismos que utilizó, las estrategias, las palabras, si los hubiera.

El drama se intensifica y es una muestra de lo espantosa que es la selva, de lo que podemos encontrar allí, a la deriva; de lo que podemos aprender a raíz de su sufrimiento. Y se aprende, no lo dudo. Se aprende a desconfiar, a respetar la naturaleza, como se desconfía de todo.

El título de la obra es explícito, no necesita mayor explicación. Pero hay otra tragedia que también se debe resaltar: Mariana padece el síndrome de Estocolmo (síndrome asociado al cariño que un rehén siente hacia el captor). Ella es consciente que, luego de la etapa agresiva, solo le queda aguantar y sobrevivir. Mariana se encariña con Nacuá, lo atiende, se preocupa por él, y no finge, siente que es alguien distinto, que es un luchador nato, pero que jamás dejará de ser como el resto: salvaje. Pero lo comprende, se deja llevar por él, intenta manipularlo, se embaraza; mientras planifica la forma de convencerlo de que hay una mejor vida más allá de la aldea, de que ella no pertenece a ese mundo, de que es ajeno a sus pensamientos milenarios y cerrados. Mariana quiere huir, lo deja claro.

No entraré en detalles en cuanto a examinar el lenguaje, entiendo que todo tiene un proceso de cambio y maduración. Sin embargo, es válido mencionar que Arturo D. Hernández es considerado un autor imprescindible en las letras amazónicas, y Selva Trágica, Premio Nacional Ricardo Palma, su novela mejor lograda, es un clásico que las generaciones posteriores deben leer.

                                                 Iquitos, 28 de febrero del 2021