El exceso, el abuso, el desborde de espesas chocolatadas navideñas, esa expresión de una discutible caridad, ese consuelo momentáneo para pordioseros, estalló en mil pedazos ese fin del año 2013. En la oscura memoria de generaciones quedó esa brutal competencia entre chocolateros antiguos o modernos, oportunistas o convencidos de su causa, vestidos como papanoeles regalones y cursis, que repartían tazas y pedazos de panetones a diestra y siniestra. Entre cuchareadas tras cuchareadas, entre conductas huachafas, los auspiciadores de tantos desayunos pascuales no sabían qué hacer para satisfacer la demanda de una región que por entonces ocupaba el primer lugar a nivel mundial en engendramientos fuera de casa.
Esa población flotante, inesperada, sin partida de nacimiento, sin otro documento de identidad y sometida a impresionantes litigios alimenticios, desequilibró la torpe costumbre de las chocolatadas. En el afán de satisfacer la demanda pascual de esos seres inesperados las entidades públicas, privadas, clandestinas, testaferreadas, lavantes o fundadas de la noche a la mañana para ganar licitaciones entraron en una febril contienda por regalar la mayor cantidad de chocolate. Así surgieron ollas descomunales, pailas gigantescas, silos profundos, reservorios de acero. Algunos empresarios, inclusive, sembraron cacao hidropónico y hasta transgénico para financiar futuras chocolatadas. La febril carrera populista se interrumpió cuando hablaron las cifras.
Los presupuestos simplemente estallaron en mil pedazos. No hubo manera de seguir con lo mismo y la ruina apareció en el horizonte, pues había deudas que pagar, facturas que saldar, retrasados sueldos de cocineras que cancelar. Hoy, muchos años después de ese hecho bochornoso y terrible, el chocolate ha desaparecido de la región verde. Nadie siembra cacao. Nadie celebra ni la navidad ni la parranda de fin de año. Cuando comienza diciembre, los infortunados charapenses dejan de hacer lo que habitualmente hacen y, con la ropa puesta, se marchan al monte lejano a dietar, a perderse en largos ayunos, libres de tentaciones, de pecados, de crímenes gastronómicos.